Si algo he admirado siempre de nuestros enemigos, y especialmente de su gigantesca literatura, es su talento para burlarse de la cursilería. La tribu tiene una enfermedad, el sentimentalismo, que se expresa en la necesidad de pasarlo todo por el filtro de la bondad y la ofensa. Contrariamente, los españoles digieren sus contradicciones con una envidiable lógica de secano y desprecian la sensiblería como una tara de débiles. Por este motivo y mal que nos pese, España siempre nos ha acabado colonizando con un esfuerzo mínimo: en la última ocasión, por ejemplo, les ha bastado un transatlántico lleno de policías musculosos y una corte de jueces de esos que acompañan el café con un puro Cohiba de nuevo rico. Sin embargo, desde hace ya más de una década resulta fácilmente comprobable como el procesismo ha teñido a los hostiles con su insufrible lenguaje de atril y su propensión a la beatería.

De hecho, el cambio ya proviene de los tiempos de ZP, cuando la idea de unidad de España se subsumió a una agenda progresista de espíritu global que el antiguo presidente intentó exportar al planeta con aquella bobada de la Alianza de Civilizaciones. Pero ha sido Pedro Sánchez quien, a pesar de ser un líder mucho más maquiavélico que sus predecesores (con la X de los GAL incluida), se ha visto apremiadamente obligado a reformular el nacionalismo español en un contexto donde su país tiene un peso cada vez menor en el tablero global de potencias. Lo veíamos ayer mismo, cuando el mandatario socialista ponía fin al estado de alarma en una de sus habituales ruedas de prensa con tufo de coaching en que, aparte de las habituales apelaciones a la unidad, Sánchez enaltecía a la tropa coronando el speech con un imperativo categórico especialmente generoso en la dosis de azúcar: "España debe entenderse con España".

La cursilería siempre acaba infantilizando a los ciudadanos y haciendo aflorar el totalitarismo

Esta nueva cursilería sanchista, totalmente presente en la nueva campaña Spain for sure (en la cual deportistas, culturetas y chefs piden por favor a los turistas que vuelvan a inundar el país de paella y alegrías) demuestra como, en el fondo, a España el bicho chino de Wuhan le ha ido de coña para fortificar sus fronteras y poder apelar a la fuerza unificadora del turismo a través de una retórica menos repulsiva que la del franquismo y sus esbeltas suecas. “Ahora toca la reconstrucción, la recuperación, que debe ser lo más rápida posible”, afirmaba el presidente con una retórica cursi, teñida de belicismos, que escondían aquel complejo de quien sólo puede apelar a la renta mínima garantizada para salvar los muebles. Con dos gin-tonics de más, Sánchez podría haberse ahorrado tanta imitación barata de Churchill y confesar que España antes se arriesgará a arruinarse que a romperse.

Como sabemos de sobra, la cursilería siempre acaba infantilizando a los ciudadanos y haciendo aflorar el totalitarismo. Esta nueva ética del renacimiento económico español (que tapa como puede el falso espíritu acreedor de la ciudadanía europea; para decirlo más claro, que la pasta, siempre te llega a cambio de alguna cosa) hará emerger todo un nuevo vocabulario cursi de la unidad que se podría saldar mucho más rápidamente con un "antes muertos de hambre que rotos". La cursilería también es la puerta de entrada al chantaje emocional, y es así incluso como la derecha española más liberal ha acabado apoyando a políticas de endeudamiento impulsadas por Pablo Iglesias que son una auténtica salvajada. En un terreno autonómico, eso se ve en la lucha entre regiones para bajar el listón del poder en la pugna para ver quién alimenta mejor a los pobres con las cuatro competencias que el gobierno central le ha entregado caritativamente.

Véase por ejemplo como Aragonès saca pecho de volver a ejercer las competencias en sanidad (de hecho, la Generalitat no las ha perdido nunca, incluso cuando ha prometido mascarillas que no han llegado a las farmacias) y como el president Torra ya no sabe qué hacer para que alguien crea que decide en algo. Mientras aquí todo el mundo espera unas elecciones agarrándose a la silla, Sánchez lo tiene lo bastante bien para ir aguantando el timón de una España que dialogue consigo misma. Es decir, si abandonamos la cursilería por unos instantes, alguien que va hablando solo por la calle.