El pasado 1 de setiembre a eso de la una de la madrugada, un desgraciado inmovilizó a la regidora barcelonesa de la CUP Maria Rovira en las calles de Gràcia para toquetearle el coño y nuestra Ilustrísima Señora ha obrado santamente contándolo en un texto que mezcla muy bien la cólera comprensible del agredido con la prosa cartesiana de la escuela Aula. Poco hay que añadir a las reivindicaciones de la regidora cupaire acerca del derecho a andar tranquila por la calle (se tengan los genitales que se tengan) y comparto también la crítica de Rovira a los Mossos por no haberla tratado con la suficiente empatía tras un choque emocional espeluznante, así como la necesidad de que el Ayuntamiento dedique más recursos a educar y prevenir contra lo que el lenguaje cristiano de la CUP, que unifica el cuerpo de toda mujer agredida en una sola eucaristía, define con poco rigor y brocha gorda como “terrorismo machista”.

La seguridad en la calle implica la sensibilización en el respeto mutuo, pero tristemente también tiene algo que ver con el monopolio de la violencia por parte de las fuerzas del orden. Cuando Rovira acaba su relato afirmando que piensa “reemprender las clases de artes marciales” que había practicado años ha, en lugar de tener consigo el espray que le ofrece la policía o, tramitada la denuncia, cuando ella se alarma y cierra la puerta de su casa ante la aparición de un mosso descrito como “un hombre muy alto, corpulento, uniformado y con todas las armas”, ahí no solamente habla la ciudadana agredida sino también la política que se obceca en poner en duda la coerción policial como forma de evitar el dolor. Un policía competente también es, precisamente, la mejor forma de evitar que todos los ciudadanos tengamos que ponernos de nuevo el cinturón de kárate si queremos volver a casa sin espanto alguno. 

Yo quiero una calle regida por el respeto a la otredad, pero también repleta de mossos, Maria, mossos sensibles y musculados que puedan correr cien metros en quince segundos si escuchan a una chica gritar

Yo quiero una calle regida por el respeto a la otredad, pero también repleta de mossos, Maria, mossos sensibles y musculados que puedan correr cien metros en quince segundos si escuchan a una chica gritar, mossos que tengan el brazo como el mismísimo Hércules por si deben obligar a inmovilizar a un gigante de dos metros que mete mano a una joven indefensa. Quiero mossos en Gràcia y en Pedralbes, porque su presencia es mi tranquilidad. No comparto la defensa sacrosanta de nuestra policía y me asquea la gente que le hace un mal favor a nuestro cuerpo de seguridad perdonándole cualquier error. Pero la frivolidad cupaire en el tratamiento de toda coerción armada de los Mossos como una agresión a los débiles, ya sea en el caso de los altercados en Gràcia o en los desahucios, tampoco ayuda a crear excesiva empatía. Yo no temo la noche, pero todavía la temo menos si está llena de agentes uniformados. 

Cuando la civilización ya no tiene argumentos, pide la ayuda de la fuerza. No hay agresión tolerable y eso es lo esencial. Pero hecha la prevención, los Mossos también harán nuestra la noche, Maria.