Todos los días del mundo, después de comer, bajo caminando la Rambla de Catalunya hasta que, aburrida de su belleza casi europea, la vía cae desganada en la plaza de Catalunya, fea como ella sola; continúo el camino por su lado derecho entre turistas, manteros que esprintan con parsimonia escapando de la pasma y adolescentes que te hacen preguntas de encuestas inútiles utilizando insufribles diminutivos; después cruzo el semáforo maratoniano de la calle de Pelai y guipo el gentío que mira La Rambla por primera vez en su vida, con un entusiasmo de niño encaprichado, como si se les antojara un portal gótico que se despliega horizontalmente hasta tocar el mar por arte de magia. Cada tarde, es así como os lo escribo, cruzo La Rambla hasta llegar a la calle de la Canuda, donde se esconde suntuoso el Ateneu Barcelonès, que se ríe del bullicio ciudadano con una voluntad de oasis, ideal para lectores y perezosos.

Cada día paso por La Rambla... menos ayer cuando, por puta casualidad de la vida, a la hora en que siempre bajo al Ateneu estaba en casa escribiéndoos un artículo, que los hechos transformaron muy pronto en frívolo, estúpido e intranscendente (lo podía haber acabado por la noche, pero burlarme de eso del Barça se podía terminar haciendo la digestión). Ayer no crucé ni vi La Rambla, esta calle por la que, como nos ha enseñado Enric Vila, los barceloneses sentimos una mezcla extraña de tirria y fascinación: paradigma del turismo de masas, hemos escarnecido mucho tiempo sus filas de visitantes, las consiguientes molestias de circulación y sus locales sin alma; sin embargo (secretamente) volvemos a pasear por sus curvas a la mínima ocasión que se nos presenta. Esto de ayer, como os podéis imaginar, no solo acentuará esta mezcla, sino que reafirmará que no se puede entender a Barcelona sin La Rambla.

No es casualidad que el ataque terrorista de ayer nos haya caído del infierno a los barceloneses en el ámbito de unos debates que ha tenido este año la ciudad, pero que, como ocurre con el tema de la relación entre el turismo y la depredación de los barrios o la violencia como protesta legítima de los ciudadanos, tienen alcance global y se dan en todas las grandes urbes del mundo. Barcelona, digámoslo claro, no podía encarar estas discusiones de todas partes sin tener que afrontar tarde o temprano la del terrorismo, y no como una idea platónica, sino como una realidad que hace daño y atropella a la gente inocente. Los terroristas han atacado esta calle por su fuerza simbólica y su poder de postal: ahora es más oportuno que nunca recordar que La Rambla también ha sido un espacio donde los catalanes han vertido toda su fuerza de supervivencia.

Mientras ayer, a la hora en que cruzo La Rambla cada día, el teléfono empezaba a vibrar como un aparato erótico donde se mezclaban ruegos de familiares y amigos, recordé de repente un 11-S de hace años, en que –y perdonad mi vida tediosa– un socio medio loco que andaba a menudo por el Ateneu se dirigió a mí mientras leía por la mañana en el Jardí Romàntic, diciéndome que en Nueva York un avión había destrozado no sé qué coño de rascacielos. Yo lo tomé por chalado, y creedme que lo era, y continué la lectura hasta que, al salir de la Docta Casa, comprobé cómo mucha gente corría como posesa a mirar en la tele lo que todos ya conocéis. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, porque ayer muchos barceloneses ya tenían la conciencia de ser una ciudad globalizada y en muchos grupos de Whatsapp la frase "tenía que pasar algún día" se repetía compulsivamente. Equipararse con el mundo, es cierto, también pasa por el luto.

Pero el mundo también ha cambiado porque ahora ya hemos asumido como normal que los Estados de Occidente se cohesionen internamente apelando al peligro de un enemigo que siempre les puede atacar inocentes sin avisar, y de una manera cada vez más fuera del control policial: veréis cómo, en breve, el ataque terrorista de Barcelona servirá para excitar discursos (unionistas) biempensantes, que apelan a la necesidad de asentar un país con pocos cambios y que demonizarán cualquier tensión social apelando a la pax romana. Sé que es difícil, pero tendríamos que mirarnos eso que ha pasado en Barcelona con la menor dosis de azúcar posible, porque la recepción al ataque de nuestra ciudad no será una excepción en la geopolítica mundial. Y esta línea de cohesión de los Estados, como podéis comprender fácilmente, no es muy oportuna para nosostros.

Dicho esto, mañana enmendaré el error de esta tarde y, faltaría más, volveré a cruzar La Rambla, que a mí esta pandilla de cabrones no me sacará de mi rutina, de mi ciudad, de mi Rambla. Ni de coña.