Jordi Basté ha obrado santamente dedicando un espacio principal de sus tertulias semanales al tema de la libertad de expresión, debate especialmente oportuno en lo que toca a su reducto primordial, el universo del humor, y todavía más tras el incomprensible caso de censura al programa La Sotana por parte de Barcelona Televisió. Si existe un ámbito en el que no puede existir ni un solo límite a la libre expresión de los individuos éste es precisamente el de la burla, y el motivo es de central importancia: chotearse de lo que uno considera importante, moralmente adecuado o hasta sacro es la única forma de poder continuar apreciándolo. Es justamente cuando nos exigimos reírnos de todo ―con la crueldad que sea necesaria y por hiriente que ésta sea― que nuestra sociedad deviene moral, porque el humor es el hábitat en el que podemos descansar de la cotilla de la ofensa ajena para, una vez agitados y sin prejuicios, retornar saneados al quehacer cotidiano. 

El filósofo Slavoj Žižek recuerda a menudo como uno de los síntomas previos del estallido de la guerra de los Balcanes fue la paulatina desaparición de los chistes racistas que etnias, comunidades y países del lugar se disparaban habitualmente para menoscabarse. El humor retiene a la ira y amansa el lado salvaje del hombre, diría el filósofo, porque cuando este libre-espacio desaparece la crudeza puede degenerar en agresión o conflicto armado. Por ello los mediterráneos, que somos raza superior, disfrutamos por igual de un humor tremendamente mordaz y de una supina incapacidad para el arte de la guerra. Hablar de límites en el humor es una sandez, porque es sólo desde el estado de excepción que nos ofrece la burla que podemos deshacernos de la corrección necesaria para vivir en comunidad. Decir que los límites del humor son los límites impuestos por el código penal es una memez de campeonato: ¡sólo faltaría que la ley nos limite hasta los chistes! 

Si ponemos límites al humor, estamos limitando también nuestra moral

El humor nos educa en el arte de saber contextualizar el propio discurso y todo el mundo debiere saber, a estas alturas de la película, que en un programa de comedia acusar de un delito a alguien o desearle la muerte no toma el sentido de una intención literal a nivel performativo. Lo mismo, sólo faltaría, cuando uno hace escarnio de un tetrapléjico, de un moribundo canceroso o de cualquier afectado. Preguntar sobre si uno puede bromear sobre los presos políticos, sus familias o la gente que se dedica a organizar barbacoas en Lledoners es un ejemplo palmario de cómo la censura se ha instalado en nuestros encéfalos. Por otro lado, sorprende que humoristas como Sergi Mas critiquen programas como La Sotana, cuando él mismo había participado en espacios del grandísimo Alfonso Arús donde él mismo se burlaba de los delirios de auténticos pirados como Carlos Jesús y trataba a personajes como Carmen de Mairena de tullidos.  

Los catalanes haríamos bien cambiando nuestro deporte nacional (a saber, el derecho a ofenderse y a sentirse herido por cualquier cosa) y muscular mucho más nuestro sentido de la libertad de expresión. Si ponemos límites al humor estamos limitando también nuestra moral. Parece mentira que en 2019 todavía tengamos que explicar cosas tan básicas y que unos humoristas deban justificarse por insultar al pobre zángano de Josep Maria Bartomeu, una actividad que debería de ser asignatura obligatoria en todas las escuelas de la tribu. Resistid, humoristas, porque se nos está poniendo una Catalunya con moral de padrina que asusta…