Así como el procesismo ha tenido siempre una gracia incuestionable en el arte de denominar sus escasos hitos políticos con expresiones altisonantes (jornada històrica, jugada mestra, embat a l’estat), debería complementar este riquísimo diccionario de neologismos para describir situaciones regidas por la decepción como la del pasado lunes. Días en los que, como se vio en el Parlament, los héroes del soberanismo no sólo incumplen sistemáticamente sus promesas (admiren, por ejemplo, a Roger Torrent, el político que antes del 1-O exigía a timoratos y cuerdos “que se aparten” para dejar paso al avance imparable de lo unilateral, pero que esta semana acataba a los bedeles de su chiringuito porque no tuvo ni el valor de defender el acta de diputado de la máxima instancia del país) y también para aquellas tardes en las que la política autonómica recupera lo cutre y patético de la lucha autonomista ancestral entre CiU, Esquerra y ahora la CUP.

Se impone, en definitiva, denominar al reverso de la victoria permanente y las palomitas de Boye, y cambiar las jornadas históricas por los sepelios de proporciones histéricas. Pues sólo la histeria (y su consiguiente manifestación en fenómenos físicos como la irritabilidad y los espasmos corporales) podría explicar el hecho de que ―hasta el lunes pasado, insisto― la mayoría de mis conciudadanos de tribu no se dieran cuenta que el Parlament de Catalunya no goza de soberanía alguna. Porque si la cámara catalana no tuvo poder suficiente para hacer cumplir las leyes del 6/7 de setiembre, ni la posterior casi-declaración de independencia, ni la subsiguiente investidura de Carles Puigdemont (pasado por la traductora, si durante años han sido las propias diputadas y diputados, que dirían los cursis, quienes han regalado la soberanía de la cámara a España), pues ya me dirán si ara és l’hora de cambiar el curso de la historia por una simple acta presidencial… 

A falta de aprobar leyes o de hacer algo parecido al arte de la política, nuestro benigno Parlament sólo ha acabado sirviendo para albergar performances

A falta de aprobar leyes o de hacer algo parecido al arte de la política, nuestro benigno Parlament sólo ha acabado sirviendo para albergar performances o, si hacemos uso del idiolecto Marchena, para conspirar ensoñaciones. Así se hizo el martes en este curiosísimo invento llamado “Comissió del 155”, una reunión de los diputados con los presos que sólo guardaba como objetivo olvidar la jornada de histeria del día anterior para retornar a lo único de nos une de veras: sufrir y creernos los buenos de la peli. Así desfilaron todos por la cámara, aclamados por su parroquia, y así también declararon los políticos-mártires sin que se les pasase por la cabeza pedir perdón a sus electores por haberles mentido ad nauseam (“¡Y una puta mierda!”, ya lo sabéis, contestan cuando uno se lo insinúa). ¿Y por qué coño deberían hacerlo, confesaba abiertamente Junqueras, si la gente todavía les vota?

De hecho, fue el antiguo vicepresident quien mejor resumió el carácter casi angélico con el que los presos disimulan la putrefacta situación de la política catalana con la frase “els que van dir que ens havien escapçat (en referencia a la ya extinta administración Rajoy) ja no hi són, i jo sí”. Esta es, en efecto, la prueba del algodón del procés. Mientras presidentes, ministros, secretarios, directores generales y mayordomos españoles van pasando hacia la papelera de la historia, el procesismo permanece intacto, enquistado, sin fisuras y con los mismos protagonistas. Uno debe reconocérselo a Junqueras. El procesismo nunca nos dará la independencia, pero su vocación de eternidad sobrevive a prueba de balas.