Cuando Xavier Trias entronizó a Joaquim Forn como líder de la sucursal convergente de Barcelona, la mayoría de almas de su partido le glosaban abiertamente como una figura gris, de transición, a la espera de un nuevo alcaldable más carismático que pudiera disputar la victoria a Ada Colau con más fuerza. Tiempo después, Forn cumplió la norma no escrita según la cual los independentistas de piedra picada de can Convergència se acostumbran a encargar de los asuntos en los que alguien puede tener números para acabar con la corbata ensangrentada o directamente en el trullo, y el aparato del partido lo arrojó a los leones de la judicatura española situándolo como líder de los Mossos durante la celebración de un referéndum en el que la policía catalana tuvo la delicadeza de no zurrar a la ciudadanía pero que ni dios del gobierno de la Generalitat pensó nunca en aplicar, al menos en el ámbito existencial de la tridimensionalidad.

La política es un arte que declina la ironía de una forma muy perversa. En su segundo año como regidor, Forn se había enfrentado a la policía, que le rompió un brazo a porrazos mientras defendía a unos chavales que querían desplegar una señera durante una desfilada militar de los enemigos. No era su primera vez, porque ya había sido uno de los líderes a la sombra del movimiento Freedom for Catalonia con el que el independentismo devino visible en los juegos del 92. A Forn le ha pasado lo que a muchos supervivientes del independentismo convergente: caricaturizado por el pujolismo y por la Barcelona cool de los Maragall, ha pasado de ser una especie rara en un entorne hostil a identificarse y participar en la misma red de mentiras y de chantajes emocionales que tanto había odiado en su juventud. Sólo así se explica que un independentista tan clarividente y fuerte haya acabado convirtiéndose a su pesar en el alcaldable del lacito.

Hace poco más de una semana, Jordi Basté entrevistó a Xavier Melero, abogado de Forn y figura de un interés muy particular: íntimo de Arcadi Espada, figura secundaria en la gestación previa a Ciudadanos y nostálgico de la Barcelona socialista de los setenta (la española, vaya), Melero sorprendió a la audiencia de RAC1 confesando que, a diferencia de la mayoría de sus colegas, él apostaría por desplegar una defensa eminentemente técnica, alejada de la política e incluso alérgica a cualquier empatía ideológica. El penalista afirmó que él no representaba a un pueblo, sólo a su cliente, y que para hacerlo se limitaría a poner de relieve la absurdidad de la acusación, contraponiéndola al contenido del Código Penal español: de hecho, Melero incluso se deshizo en alabanzas al prestigio del Tribunal Supremo (“el mejor que nos podría haber tocado") y la competencia de Pablo Llarena como jurista de reconocido prestigio.

Escuchando la aproximación de Melero al caso de su representado (un relato que debió acordar con Forn en la prisión), cualquier persona sensata habría concebido imposible que el político acabara encabezando una candidatura al Ayuntamiento. Sería difícil de creer, cierto es, si uno no conociera la red de intereses que ha convertido al antiguo conseller en una pieza más de la farsa procesista. Forn sabe perfectamente que ni la administración Torra ni la élite del independentismo tiene la secesión como finalidad, pero prefiere jugar la carta del sentimentalismo excitado por la represión española con el que los convergentes pretenden únicamente salvar sus nóminas. Tanto da que él no pueda ejercer de alcalde, porque a Forn le interesa más salvar su espacio político y marear la perdiz que no presionar desde la prisión para que la independencia tenga más posibilidades de ser una realidad plasmable.

En realidad, si Forn y los políticos de Lledoners creyeran de verdad en la independencia y fueran líderes honestos, deberían obligar a sus compañeros de partido a no situarlos en lista electoral alguna para no sacrificar los objetivos políticos de sus compañeros por obra y gracia de sus legítimos intereses de supervivencia y liberación. Eso sería lo más normal, y Forn lo sabe perfectamente, pero ha acabado tan machacado por la vida de partido que prefiere jugar la carta del lacito, robarle cuatro votos a Esquerra y permitir que Colau respire más tranquila. Tiene que ser muy duro, querido Quim, esto de ver como te has convertido en aquello que tanto habías odiado de joven, más aún cuando tú y cuatro gatos más creíais en la independencia como objetivo político. Y todo esto, diligente conseller, para salvarle el culo a los cuatro que siempre se habían choteado de ti y que todavía juegan a golf entre semana mientras tu te aburres en prisión.

Las cosas van quedando claras, queridos lectores. Ya tenemos a un alcaldable socialista de ERC que se presenta para que Colau continúe mandando y un alcaldable del lacito que suspira para salvar a Convergència y para que Artadi se airee unos cuantos años más al otro lado de la plaza Sant Jaume. ¡Y con esta gente pretendíamos hacer la independencia! Somos gente curiosa, ya ve usted, la tribu catalana…