La noche del pasado 26 de octubre, Carles Puigdemont estaba decidido a convocar elecciones autonómicas para evitar la aplicación del artículo 155 y aprovechar la oleada represiva de la pasma española durante los hechos del 1-O para así articular una nueva mayoría absoluta independentista en el Parlament. Cuando la cosa se hizo pública, las bases del soberanismo desenfundaron el trabuco, Antonio Baños puso boca abajo la foto del president en Twitter, y algunos catalanes vomitaron rápida y airadamente una de sus palabras predilectas: botifler. El president se llevó broncas de todo cristo y, entre las más vehementes, allí teníamos a Marta Rovira. La secretaria general de Esquerra vivía fatigada desde el día 10-O, una jornada en la que vio como Oriol Junqueras (¡y las entidades del independentismo cívico!) se tragaban con parsimonia el carácter suspensivo de la declaración de independencia y el hecho de que Puigdemont pidiera aire para buscar una mediación internacional todavía esperada desde Bruselas y que no llegará nunca. Marta estaba cansada de aflautar la voz y que sus superiores la ignoraran, amenazó con dimitir como portavoz de Junts pel Sí y —finalmente— consiguió, con la CUP de muleta, que en el Parlament se firmara un documento de ruptura que pasará a los anales de la política catalana como uno de los actos simbólicos más estériles dentro de la historia de la esterilidad. Al final, Puigdemont cogió la directa y el resto de la historia ya la conocéis.

Pero ahora, después de que Catalunya haya entrado de lleno en la era de la pre-autonomía (con políticos en la prisión, algunos de ellos en el exilio, la Generalitat más intervenida que nunca y un Parlament que legislará bajo la caza permanente del poder judicial) es Marta quien pide realismo al president. Como sabéis todos los que os depiláis y afeitáis de hace tiempo, la apelación al realismo siempre comporta una derrota de las aspiraciones ante un estado de cosas que se acaba por disponer como indiscutible. En el caso que nos ocupa, realismo se traduce por volver a la vía de la autonomía sumisa, afanarse para que los niveles de autogobierno vuelvan a las cuotas del 78 y rezar para que España tenga piedad de todos nosotros y libere algún día a los presos políticos con los cuales tan injustamente trafica. Pero mientras Marta pide realismo (¡dirigíos a las cosas mismas!, decía Husserl), ahora es el emigrante 130 quien exige ir a saco, hasta el final. El movimiento, como siempre pasa en la política catalana, tiene algo de surrealista y se explica también por la lejanía geográfica del Molt Honorable. Cuando Puigdemont vivía en Palau, las presiones para continuar dentro del autonomismo estaban muy presentes: desde el exilio en Bruselas, donde Puigdemont ya ha renunciado a casi todo menos al poder simbólico de su presidencia, las cosas se ven de una forma diferente. Ahora es el emigrante, lejos de la presión y de las miserias del día a día, quien parece empeñado en pedir imposibles.

La apelación al realismo siempre comporta una derrota de las aspiraciones ante un estado de cosas que se acaba por disponer como indiscutible

Independientemente de si Puigdemont es investido o no, la tensión entre los políticos realistas que quieren administrar la retirada de la unilateralidad en Barcelona y los emigrantes que luchan por mantener viva la llama del procés en el exterior será una de las fuerzas de choque que marcarán la política catalana en la próxima legislatura. Esta división todavía se hará más patente después de la sentencia del caso Palau de la Música, en que Convergència (no la antigua sino la presente, la de toda la vida) ha sido finalmente condenada a devolver el dinero que birló a la entidad a través de Millet y Montull. El porrazo judicial, como es obvio, debilitará todavía más un PDeCAT en proceso de aniquilamiento casi total después del 21-D (es increíble, por cierto, ver como políticos jóvenes que no han tenido nada que ver con el desfalco del Palau tienen que dar la cara por todo aquello que se hizo cuando ellos todavía llevaban pantalón corto) y acabará provocando una tensión todavía más fuerte con sus colegas de Junts per Catalunya y con un partido como ERC que, a falta de muscular independentismo siempre podrá aducir que eso de los chorizos no va con ellos. Sea como sea, la política catalana ha entrado en un estadio tan acrítico y de fe religiosa que todo el mundo se ha tragado como si nada el hecho que el presidente de un partido como el PDeCAT abandone el barco justo dos días antes de una resolución judicial inculpadora. Si hay algún fugitivo en nuestra tierra, este sin duda se llama Artur Mas.

Realismo, emigrantes y fugitivos. Esta es, hoy por hoy, la Santa Trinitat de nuestros días. Podríamos añadir también a los desertores, pero hoy estoy de buen humor y lo dejaremos para otro día.