A principios de semana, en Planta baixa de TV3 trascendió (ecs) la noticia de que los diputados del Parlament han seguido cobrando las dietas por desplazamiento a pesar de que la asistencia a los plenos de la cámara catalana haya sido prácticamente nula y que la mayoría de comisiones que se celebran desde marzo sean telemáticas. El programa de Ustrell recordó que el mes de abril, a petición del vividor Roger Torrent, los parlamentarios catalanes dieron un 25% de su sueldo a la ONG o similar que consideraran más beneficiosa para la humanidad. Pero a partir de mayo, con una recuperación muy tímida de la actividad, el Parlament ha acabado destinando 1.380.000 de euros a las dietas de desplazamiento, un complemento de indemnización anual, libre de impuestos, que los diputados cobran en función de la lejanía donde vivan y que va de 16.975,65 euros para los barceloneses a 23.895,12 si el sufrido conductor vive a más de 191 kilómetros del cap i casal (el precio incluye, no os alarméis, los gastos de transporte interior en el propio territorio donde tendría que trabajar el diputado en cuestión).

Este año en el Parlament se han hecho un total de 10 plenos con unos veinte diputados presentes y 138 reuniones de comisiones, el 61% de las cuales ha sido telemáticas (en los últimos dos meses este porcentaje ha aumentado al 88%). Siempre que en la tribu uno habla del sueldo de parlamentarios y políticos lo suele hacer para ejercitarse en la demagogia más barata sobre los supuestos privilegios de nuestra querida ineptocracia mandataria. La discusión es tan banal como contraproducente, pues en Catalunya (corruptelas aparte) la profesión de político ha sido, es y será un oficio objetivamente mal pagado, con unos sueldos que no se corresponden a la inmensa responsabilidad que implica ser un servidor público y que, a su vez, echan de la política a los independientes. Estos ciudadanos, como es lógico, ni se plantean meterse en un mundo como el de la política, que no sólo les rebajaría el sueldo cinco veces sino que los llevaría a una exposición de su intimidad que no la compensaría ni toda la voluntad de servicio público del mundo.

Hacer demagogia de café con los sueldos y las dietas de los diputados es muy fácil, pero cada vez que nos ejercitamos en ello, se pierde una oportunidad para que el trabajo de servidor público sea realmente competitivo

Como suele pasar siempre, el tema de las dietas responde estrictamente a la profesionalidad del diputado en cuestión. Si un cargo electo trabaja su territorio, se preocupa por los ciudadanos que representa y tiene un contacto constante, sus dietas están completamente justificadas. Por mucho que no asista a comisiones o plenos parlamentarios, unas sesiones donde se trabaja más bien poco y en que el pescado acostumbra a estar más podrido que vendido, un político puede y tendría que pasarse mucho tiempo visitando a emprendedores, autónomos, artesanos y trabajadores de su región. Si un diputado hace su trabajo, insisto, su paga estaría más que justificada y su sueldo, en comparación con el del mundo privado, seguiría siendo justito. El problema aquí son los hábitos ancestrales de la política catalana y un sistema cerrado de listas que no fomenta la relación directa con los ciudadanos ni tampoco que un diputado pueda tener agenda propia y la consecuente accountability con sus representados. La partitocracia fomenta, en definitiva, que un político no pueda lucir ninguna singularidad.

Desconozco si, debido a su esencial importancia legislativa y simbólica, los diputados han podido desplazarse normalmente durante la pandemia y el posterior confinamiento. Sea así o trabajen desde casa, si sus señorías han hecho el trabajo que les tocaba, merecen todas las dietas del mundo. El problema, insisto, es que el parlamentarismo catalán, por mucho que se farde de transparencia de sueldos y de toda cuanta mandanga, no ha conseguido urdir un sistema eficaz de colaboración laboral entre representantes y representados. En una inmensa mayoría, los senadores norteamericanos tienen una agenda abierta de actos, visitas y acción legal propia que es escrutable al milímetro por sus electores, de la cual tienen que responder directamente y por la cual se matan a trabajar, pues de eso les depende el futuro y la silla. En nuestro sistema, ser diputado acostumbra a exigirte sólo la bendición del Espíritu Santo de Waterloo o de Lledoners y, lamentablemente, los dos chicos en cuestión han manifestado que son más bien lamentables en el noble arte de la selección de personal.

El prestigio del oficio de político no sólo se mide en dinero, pero el dinero conforma una parte esencial del valor de un trabajo. Hacer demagogia de café con los sueldos y las dietas de los diputados es muy fácil, pero cada vez que nos ejercitamos en ello se pierde una oportunidad para que el trabajo de servidor público sea realmente competitivo. Otra cosa es, y aquí está la madre del cordero, que nuestros diputados y consellers cobren dietas cuando no saben ni urdir una web que funcione, cuando desconocen la ratio de alumnos por curso del país o cuando abren la boca charlando de respiradores con una ignorancia que da ganas de morirse, ejemplos que, desdichadamente, no hace falta que os recuerde a qué consellers corresponden. La ineptrocracia del presente es tan indiscutible como la salida del sol, sin embargo, creedme, rebajando sueldos y dietas sólo ayudaremos a que aumente más. Parece imposible, ya lo sé, pero en Catalunya ya hace tiempo que hemos batido todos los récords del delirio.