“¿Pero cómo pretendes que ahora le confesemos a nuestros electores que hemos vuelto al autonomismo de toda la vida?”. Un antiguo conseller de la administración Puigdemont, ahora en condición de preso-político-preso, disparó recientemente esta frase a un compañero periodista en visita a Lledoners. Poco importa el emisor, y todavía menos la militancia, porque la sentencia en cuestión podría haberla cantado cualquiera de los diputados que ahora viven injustamente en el trullo. Servidor nunca jamás ha suspirado por una sociedad de políticos angélicos, transparentes y verdaderos: seamos claros, la mentida forma parte de la vida y muy a menudo es una de las artes más nobles (y necesarias) de la gestión pública. Lo recuerda acertadamente Maquiavelo (El príncipe, cap. XVIII): “Los hombres son tan ingenuos y acostumbran a vivir siempre en las necesidades del momento, que quien los engaña siempre encuentra alguien que se deja engañar.”

El problema de la frase inicial del político, por tanto, no es la ocultación de la verdad sino la motivación última de la mentira. A saber, como ya he comentado muchas veces, la creencia de nuestros líderes según la cual existen dos millones de votos seguros (“nuestros electores”) que, a decir de la cancioncilla, serán como las calles, caiga quien caiga: dicho en pedante, la asunción cínica por parte de la oligarquía indepe de que sus votantes no tienen capacidad alguna para auditar el cumplimiento de la palabra dada ni los vaivenes ideológicos. En segundo lugar, y ello es más preocupante y grave, la frase esconde la intuición que, de confirmarse el giro neo-autonomista al que ya se han adaptado de lleno las élites convergentes y republicanas, la empatía hacia los presos cotizaría a la baja y, por consiguiente, su capacidad de influencia y de chantajear emocionalmente desaparecería.

Decir la verdad funcionaría, regeneraría los liderazgos y nos permitiría volver a empezar con mayor madurez

La cuestión de la mentira, en su versión más cutre y pitonera, es que siempre acostumbra a degenerar. Uno lo ha podido comprobar fácilmente en las últimas sesiones del juicio cuando admiramos al Molt Honorable Roger Torrent afirmar, encantado de haberse conocido, que la Ley de Transitoriedad daba a los catalanes “un instrumento para votar su futuro” (si atendéis al texto, el verbo votar brilla por su ausencia) o que el actual mandatario del Parlamento “habría hecho lo mismo que la presidenta Forcadell”, cuando él no se atrevió ni a convocar el pleno de investidura de Puigdemont por miedo a represalias judiciales. La cuestión, por tanto, no es la mentira como dispositivo, sino la tendencia de ocultar sistemáticamente la verdad que estableces como pauta para con los electores por miedo no sólo a que dejen de votarte sino a que no te echen de menos.

El soberanismo cometió el error de centrar su hoja de ruta en las figuras de los presos y exiliados. Pese a una hipotética buena intención, ahora es fácilmente comprobable el nefastísimo alcance del gesto. Primero, porque la preeminencia de los presos políticos en la hoja de ruta regala al Estado la impagable capacidad de tenerlos como moneda de cambio represiva. Y segundo, porque si éstos fracasaron en su intento de ruptura con el Estado nada indica que desde la prisión tengan las manos más libres para actuar. Eso lo admite todo el mundo y todo quisque lo cuenta en sordina cuando los micrófonos se apagan y las cámaras desconectan. De hecho, si los líderes dijeran la verdad no tendríamos ni un solo impedimento para continuar luchando por su libertad (que deseo como el que más), porque es sólo desde la radicalidad independentista que podemos ayudarles.

Decir la verdad, en este caso, funcionaría, regeneraría los liderazgos y nos permitiría volver a empezar con mayor madurez. Si uno admite que hacer la independencia mediante el quehacer catalanista de toda la vida (“tensar para negociar”) no ha funcionado, iremos a mejor. Si no admite que España sólo liberará a los presos, en un marco autonomista, tras una rendición absoluta del independentismo al marco legal español, iremos a mejor. Si, en definitiva, nos liberamos de hipotecas empáticas y conocemos al enemigo como dios manda, iremos a mejor. Decir la verdad funciona. “¿Pero como pretendes que ahora le confesemos a nuestros electores que hemos vuelto al autonomismo de toda la vida?”, decía el política. Yo le hubiera espetado: “Pues cuando más clar i català mejor, querido honorable: así nos dejarás la manos libres para sacarte de aquí.”