Triunfe o pierda en las próximas municipales en Barcelona, Ada Colau ya se ha ganado muy dignamente el salario que los españoles le regalaron convirtiéndola en alcaldesa de Barcelona. De la misma forma que el movimiento del 15-M y el estallido inicial de Podemos pretendía mitigar la fuerza transformadora de las primeras consultas sobre la independencia, la misión primordial que se le otorgó a Colau siempre fue la de aplastar la fuerza del movimiento separatista y, ya que estamos en ello, blanquear la imagen represora del Estado en Barcelona. Por mucho que la alcaldesa haya impostado indignación contra el operativo policial del 1-O y el 155, Colau es uno de los enésimos inventos de Madriz para vendernos la moto del “otra España es posible”, que es la peor forma de represión, no sólo por su contrastadísima falsedad histórica, sino también por su resabida pretensión de bondad angelical.

Finalmente, pase lo que pase el día de las elecciones, Colau ya ha ganado porque el independentismo político le ha comprado la mayoría de su programa electoral. Fijaros que, con la excusa de ensanchar la base, el lenguaje pactista de ERC y Ernest Maragall son calcados al ideario vetusto y español de Ada. Poco importa que Esquerra haya absorbido el sector más soberanista de los comuns, porque el objetivo último de los republicanos no es empoderar a la gente para sienta que la independencia es deseable y posible, sino para vivir del va-para-largo mientras se engorda la nómina. De prometer acabar con la mafia de los partidos y la tiranía de la banca, Ada ha pasado a dirigirse a los electores como una política de los años noventa, apelando a las cifras económicas que le pasan los redactores de La Vanguardia y pidiendo más agentes de policía para la ciudad como si los barceloneses fueran de párvulos.

Situando a Barcelona en el pasado, Ada suspira por una ciudad regida por la pax autonómica, de tortel cada domingo y problemáticas sociales que se puedan curar a golpe de talonario

Todo quisque puede entender que una activista reduzca sus pretensiones liberadoras cuando entra en una administración tan solidificada como la del Ayuntamiento. Lo que resulta difícilmente explicable es que la alcaldesa haya continuado con gestos de la más repulsiva casta política como subvencionar con (a saber, comprar) hasta cuarenta y cuatro millones de euracos a los medios de comunicación durante este último mandato, la mayoría de los cuales, ya ve usted, han ido a parar a can Godó y al Grupo Zeta. Como también resulta risible que Ada haya retornado a la famosa dialéctica Pujol-Maragall excusando los déficits de su gestión en los incumplimientos de la Generalitat para con el consistorio barcelonés. Parece, insisto, que tanto Colau como la mayoría de líderes municipales vivan gustosos en este exasperante viaje en el tiempo, condenándonos al pasado. 

Esta tendencia maligna no es nada casual. Volviendo a la vieja política ―o quizás debería escribir a la política antigua del autonomismo― la alcaldesa pretende recuperar aquella Happy Barcelona post-olímpica en la que el conflicto nacional pasaba inadvertido y las pitadas contra el rey se disimulaban poniendo Els Segadors a todo trapo y haciendo pasar unos cuantos cazas por el cielo del estadio Lluís Companys (sí, puedo decir que yo estaba allí). Situando a Barcelona en el pasado, Ada suspira por una ciudad regida por la pax autonómica, de tortel cada domingo y problemáticas sociales que se puedan curar a golpe de talonario, una Barcelona en la que quien se niegue a pasarse del catalán al español vuelva a ser visto como un purista xenófobo y en la que Víctor Amela puede autodenominarse escritor. El colauismo es esto: la Barcelona de Maragall, pero sin fastos multicultis y con una izquierda provinciana que se pavonee de ser pobre.

Cuando desde el exilio le preguntaban a Rodoreda cómo recordaba la Barcelona de su tiempo, nuestra genio respondía siempre: catalana. La ciudad de Colau sólo ha servido para pagar un enorme servicio a España. Desde hace meses, los partidos independentistas han substituido la palabra independencia por el concepto de República en la mayoría de sus discursos. Este hacer república es la versión neo-pujolista del fer país, y Colau ha conseguido tintar esta retórica en todo el soberanismo. En una de sus últimas e insufribles rumbas de campaña, la alcaldesa habla abiertamente de impulsar una primavera republicana. Por fortuna, tras cuatro años y con el giro botifler de ERC, ahora ya sabemos qué significa toda esta mandanga: una Barcelona española y una alcaldesa española. Gane quien gane, con Colau o con el socialista Margall, la capital del país continuará en manos de Felipe VI.

Pero no os preocupéis, que la rosa de foc siempre renace, y lo vamos a quemar todo. Os lo aseguro.