Ante la espantosa proliferación de nuevos artilugios móviles, la administración Colau ha decidido regular oportunamente los maléficos trastos con ruedas, plataformas, patinetes eléctricos y segways que deambulan por la ciudad amenazándonos el caminar (e incluso la vida), unos aparatos que la hiperalcaldesa ha echado de las aceras con el fin de engastarlos en el carril bici, si van en grupo, o en la calzada en zonas en que la velocidad máxima de la bala en cuestión no supere los treinta kilómetros por hora. Aplaudimos con alegría la iniciativa del Ayuntamiento y no solo porque nos complace caminar por la ciudad sin que un meteorito atente contra nuestra existencia, sino sobre todo porque el exilio de estas prótesis móviles a los carriles vehiculares nos permitirá ahorrarnos la cara de cretinos con la cual sus propietarios o usuarios nos estorban el paseo con aquel aire narcisista de complacencia tecnológica.

Pero la máquina no es la culpable de todo: de hecho, la mayoría de patinetes y de dispositivos similares copian punto por punto la poca gracia con que los barceloneses patean por las calles de la ciudad. Haced el ejercicio de salir al balcón durante cinco minutos y lo comprobaréis, constataréis rápidamente cómo los barceloneses no caminan por la calle, sino que se intentan cazar e interceptar con una avidez prácticamente atlética y una ferocidad militantemente africana. Poco importa que una calle, pongamos por caso en el Gòtic, esté prácticamente vacía de circulación, que si dos barceloneses coinciden a pie y se tienen que cruzar, harán todo lo posible por chocar entre ellos, inventarán las mil y una formas con que sus cuerpos puedan tropezar y con ello, balbuceando, emitir una disculpa desganada. Las carracas inventadas por los plomos de los californianos no son, por desgracia, las únicas responsables de este desvarío.

Los barceloneses han conseguido –con su pérfida obsesión por caminar haciendo curvas de ebrio, con su hábito repulsivo de transitar por el lado de las aceras como si fueran cabras de funambulismo, con su continuada afición por chocar como si fueran torpedos redentores– que el arte de caminar en paz y tranquilidad sea un asunto en vías de extinción. Es así como servidor, el más progresista entre los reaccionarios de esta ciudad, exige a la hiperalcaldesa que, aparte de ordenanzas municipales, talleres sobre feng shui y encuentros para urdir la mejor receta de cuscús, promueva rápidamente clases de caminar gratuitas para todos los barceloneses. La asignatura debería, en primer lugar, tocar el estilo, ya que no hay caminar digno sin una metódica del ir recto y gallardo por el mundo (¡nunca cruzando las piernas!), para pasar después a los elementos básicos del respeto y la distancia.

Las clases de caminar, amada alcaldesa, son ahora mucho más necesarias que la mandanga esta del Primavera Sound o que los insufribles conciertos de la Mercè, si es que la fractura social en Barcelona no se quiere hacer insoportable. Hay que empezar por todo lo más básico y no hay nada más perentorio que poder garantizar la urbanidad en las calles de nuestra Rosa de Foc, no hay nada más inaplazable que devolver la acera a sus hijos naturales, la gente que camina. Ahora que hemos echado las balas con ruedas al carril bici, no sería ningún escándalo echar también a todos los andadores incívicos reincidentes de la ciudad, porque así probarían su técnica torpe en forma de segway asesino. Caminar no tiene que ser un lujo, ni un ejercicio para sobrevivir. "Sí, se puede."