Por las mañanas fumo recostado sobre el cabio de la ventana del salón de casa que se alza sobre la terracita de la Fundació Tàpies, y mientras contamino a los vecinos del principal con las cenizas de mi purito, admiro la soledad del Mitjó de Antoni, sorpresa de turistas del norte civilizado que lo despachan con desgana y objeto risible de algún grupo escolar de chavales que lo contemplan perdidos y con curiosidad mientras una de esas insufribles educadoras culturales del museo les habla aflautando los agudos como si fuesen retardados mentales. A los niños debería explicárseles que el Mitjó es un objeto paupérrimo que explica como ningún otro las miserias del país, cochambre que –en una versión gigantesca y penetrable de dieciocho metros– debía descansar en el Saló Oval del MNAC, pero que los convergentes de antaño consideraron que aquello tan cristológico y pomposo del Románico no podía mancharse con algo tan paupérrimo.

Yo se lo contaría así a los pequeñines y les diría que el Mitjó es como la sociovergencia, que vendría a ser una panda de churumbeles malcriados peleándose a todas horas en el patio del cole pero que, al límite, siempre acaban amiguitos y repartiéndose los chuches. Les adoctrinaría, mientras me admiran boquiabiertos, sobre como las obras de arte se explican siempre desde el presente. Quién le habría dicho al pobre Mitjó, aymé, que en 2017 nadie continuaría reivindicando que abandonase este pobre patio donde sólo yo lo contemplo para volver a la sala de un museo que la mayoría de ciudadanos sólo conocen porque los malhechores de Aragón nos quieren robar unas pinturas que no visita ni el tato. Quién habría dicho, queridos mocosos, que el exilio del Mitjó, -reducido y abandonado en medio de una isla del Eixample, refugiado de segunda sin patera– no tendría a nadie que le llorase como las pinturas de Sijena.  

Quién habría dicho, queridos mocosos, que el exilio del Mitjó, -reducido y abandonado en medio de una isla del Eixample, refugiado de segunda sin patera– no tendría a nadie que le llorase como las pinturas de Sijena

Los peores exilios son aquellos que te obligan a quedarte en casa. Y así vive día tras día el Mitjó de Antoni. Yo propondría a nuestro regidor Jaume Collboni que vuelva al proyecto original de construir la escultura en su versión titánica y nos la lleve al MNAC, ahora que tenemos una alcaldesa que adora el arte de la miseria y un president de la Generalitat interino y bien leído que no se despeina con polémicas estériles. Retornad el Mitjó de Tàpies a su patria, puesto que ya tenemos una particella aquí, justo al lado de Rambla de Catalunya, y rogaría también a las autoridades que guarden el pobre calcetín disminuido, símbolo de la miseria nacional y del doble rasero con el que tratamos esto de nuestro arte, y así podré continuar desvelándome de noche y admirando mi pequeña Estatua de la Libertad parisina, escuálida y modesta, desde mi ventana donde, día tras día, pienso en todas estas cosas mientras el humo me consume felizmente.

Exiliado en el Eixample, el Mitjó y servidor pasamos la vida como seres extraños que buscan una réplica de nosotros mismos digna que nunca llegará. Y así vamos pasando el tiempo, con poesía barata.