“Bienvenidos al caos, porque el orden ha fracasado”, decía el escritor vienés Karl Kraus, contemplando aquella Europa de entreguerras que nunca más viviría tranquila. Ayer la cuadrícula del Eixample se familiarizó con el caos, exhibiendo un roig encés de contenedores en llamas, con la bofia inundando las calles y un omnipresente helicóptero que ya forma parte de mi banda sonora. Las protestas de los últimos días en El Prat (su tía le dirá Tarradellas) y en Barcelona son una buena noticia, puesto que han revitalizado a una parte de la población muy consciente de que ni el Govern de la Generalitat ni los partidos procesistas son una herramienta útil para la independencia. De hecho, y es una pena que haya costado otro ojo de la cara y muchas contusiones, uno ha podido comprobar que la administración autonómica catalana (única responsable de haber herido a la población) ni tiene ni el más mínimo dominio de su propia policía. El conseller Buch dicen que ayer dio una rueda de prensa para explicarse. Pues muy bien. Next.

Da absolutamente igual si el Estado aplica el 155 o no: la Generalitat, y eso es lo que se percibe de nuevo estos días, es una administración creada por el Estado (y sustentada por el castrador nacionalismo catalán) con la sola intención de controlar la política del país. El cinismo del president Torra no consiste (solamente) en el hecho de que se fotografíe en marchas por la liberación de la tribu mientras después usa pasma para cascar a la gente, sino en continuar vendiendo la moto de poder hacer la independencia con los instrumentos que da la Generalitat y en un contexto donde los rehenes de España están en prisiones gestionadas por el gobierno catalán. La situación está fuera de control pero nos regala lecciones valiosísimas. Los políticos catalanes no tienen miedo de los contenedores ardiendo, sino de perder el control de una población a quien cada vez les cuesta más de chantajear. Fijaros como, desde lo del aeropuerto, las ratas intentaron cazar votos para el 10-N como si la represión policial no fuera cosa suya.

El fuego nos ha ayudado a ver que, en la autonomía, nunca habrá ningún tipo de poder para el pueblo

El único peligro que tiene esta movilización continuada es que los partidos soberanistas fagociten su fuerza como ya pasó tras el 1-O. Es importante que los CDR contraprogramen la parsimonia del Tsunami y que la ciudadanía deje bien claro que se puede protestar contra la injusticia de la sentencia del Supremo y combatir la negligencia de los políticos catalanes que nos han llevado a este callejón sin salida. Cuanta más sensación de falta de control tenga la Generalitat ―es decir, cuanta más sensación de caos sienta la administración española― más se desvanecerán las cortinas de humo que nos han tapado la mirada los últimos lustros. Los partidos intentaran enfriar el mambo en la calle para continuar con sus anhelos de pacto con España (tienen la secreta intención de ser sumisos para que el estado no entorpezca la liberación de los presos cuanto antes), o para mentirte de nuevo con la mandanga de hacerte creer que tu voto en el Congreso puede cambiar alguna cosa. Cuando en Madrid, como sabemos, sólo se puede acudir para doctorarse en los negociados de Duran i Lleida.

Ayer Barcelona parecía sumida en el caos, pero recordad que muchas veces la sombra del desorden permite nacer ideas que eran impensables en un entorno de calma. El fuego nos ha ayudado a ver que, en la autonomía, nunca habrá ningún tipo de poder para el pueblo. Y mirad si las llamas son preciosas y permiten ver cosas, que ayer Barcelona celebraba su ira mientras Javier Cercas recibía el Premio Planeta en una de las pocas operaciones de estado, cutre y patética, que España puede permitirse en Catalunya.