Entendemos la ira de los taxistas barceloneses, unos trabajadores públicos que durante muchos años han sido sometidos a la imposición de un precio de licencia casi equivalente a la pasta de un piso en la ciudad. La lucha de los taxistas, primero de todo y ante todo, tendría que ser contra una administración ratera que ha vivido de extorsionarlos sin piedad y que ha permitido a su vez una reventa de licencias que es una pura y simple especulación fraudulenta. El enemigo del taxi ha sido la gestión estalinista de la cosa pública, no Uber ni Cabify, unas empresas que al fin y al cabo han tenido la simple agudeza de romper un monopolio del transporte público que era igualmente inaceptable y asqueroso. Si un particular puede y quiere ofrecer su automóvil o una flota de coches para transportar homínidos allí donde sea, la ocurrencia sólo puede castrarse desde el más ramplón de los inmovilismos.

He usado los servicios de Cabify una sola vez en toda mi vida (y fue en compañía de un usuario habitual de la plataforma), porque siempre he tenido a nuestros taxistas como buenos profesionales que sufren unas imposiciones económicas del todo injustas, manchados por una minoría de la profesión que ejerce el trabajo en automóviles pestilentes de una horripilante falta de higiene. Utilizo y utilizaré el servicio de taxis a pesar de su nula presencia en algunos barrios y el hecho de que muchos de sus trabajadores todavía no tengan la delicadeza de dirigírseme en mi lengua (los recién llegados, hay que remarcarlo, son una feliz excepción al monolingüismo). Pero la suya es y será una lucha perdida, como la de todo monopolio que se afane por un espacio económico libre de competencia: si la mafia de las licencias se acaba, Uber y Cabify son una buena noticia para los taxistas porque, a mayor competencia, el servicio del transporte urbano sólo podrá ir a mejor calidad.

La irrupción de formas de transporte alternativas a los servicios públicos es inevitable y los taxistas harían bien en convivir con una realidad que está fuera de controversia y es tan necesaria de legislar

Si la ira de los taxistas barceloneses se dirigiera contra quien toca, contra la administración que les está robando y contra los sindicatos que no han conseguido cambiar la norma de este agravio, esta es una huelga que se me haría simpática. Pero no, los taxistas han optado por mantener formas de violencia y de presión inauditas contra unas empresas de automóviles que trabajan decentemente y que –con muy poco tiempo– se han adaptado a las innovaciones tecnológicas con un espíritu mucho más veloz e intrépido que sus compañeros de viaje. La irrupción de formas de transporte alternativas a los servicios públicos es inevitable y los taxistas harían bien en convivir con una realidad que está fuera de controversia y que es tan necesaria de legislar. Uber y Cabify necesitan regular su actividad, sólo faltaría, y si provocan que los taxistas se espabilen (y empiecen, por ejemplo, a mirarse la programación cultural barcelonesa para saber dónde tienen que pescar clientes de noche), la cosa sólo irá a mejor.

Todo monopolio es injusto, incluso si lo mueven causas loables. Los taxistas de la ciudad están a tiempo de virar su ira contra los burócratas que los han ahogado. Que dejen en paz, si no les molesta, a las empresas que los harán mejores y más competitivos. Uber y Cabify no son el enemigo, son una alternativa: el consumidor, que ya es lo bastante mayorcito, escogerá aquello que más le convenga. No imagino una ciudad sin taxis, y los seguiré parando con placer, pero tampoco quiero una ciudad donde la actividad económica la marquen los sectores y no los usuarios. El cliente escoge la ruta, el cliente escoge dónde quiere parar, y el cliente también tiene que escoger moverse como le dé la gana.