El viernes pasado, minutos antes de empezar el concierto inaugural de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya en el Auditori, los responsables del equipamiento proyectaron el vídeo de presentación de la temporada, un clip de casi un minuto en el que, con la querida K. 183 de fondo, se hablaba de los sentimientos del odio y el amor que vertebran la temporada con una prosa cutre y un montón de esas preguntas baratas de los anuncios de compresas ("¿cuántas veces has saboreado la rabia?"). Mientras observaba el audiovisual incrustado en el órgano inexistente de la Sala Pau Casals (un vídeo que, como todo producto cultural, perpetraba aquella coña inclusiva de poner un negro, un chico down y un pobre tullido), cavilaba en cómo la música sigue captando con exactitud el espíritu de un momento histórico y pensaba que no es ninguna casualidad que la mayoría de equipamientos públicos de la capital hayan escogido el lenguaje de las emociones como eje de su programación.

Reducirlo todo al universo emocional es una de las especialidades de la tribu y una de las consecuencias más palpables del procés ha sido justamente filtrar cualquiera de las aspiraciones políticas de los catalanes en las emociones y en la bondad ("el junquerismo es amor" y etcétera), ahorrándose así tener que elaborar un auténtico discurso de poder con implicaciones de ambición. El catalán prototípico de hoy es un ser permanentemente ofendido que vive con una absoluta incredulidad el hecho de que el mundo no acabe de reconocer su incuestionable espíritu bondadoso, un individuo con las emociones tan prostituidas, que, en la música y en la política, se ha acostumbrado a las consignas más banales para ir tirando. De hecho, si de alguna emoción se debería hablar a la conciudadanía es de la falta de amor propio, que no es una forma de orgullo de quien se siente permanentemente herido, sino una especie de individualismo para coger ganas y evitar que las fuerzas del mal te acaben comprando por cuatro duros.

Reducirlo todo al universo emocional es una de las especialidades de la tribu y una de las consecuencias más palpables del procés ha sido justamente filtrar cualquiera de las aspiraciones políticas de los catalanes en las emociones y en la bondad 

Lo que explico se ve perfectamente en nuestros jóvenes, unas generaciones que han caído en la trampa de sentirse tan precarias, sin esperanza y orgullosas de su condición de losers, que el poder les ha podido ir comprando uno por uno sin despeinarse mucho. Hace pocos días, un artículo de servidora explicaba el caso de un buen amigo a quien la rueda del poder estaba a punto de absorber por cuatro duros. Si aquel texto mío ha servido para ponerlo en la diana de los imbéciles de Twitter y evitar que los convergentes lo compren como querían, pues ya me puedo morir tranquilo y que viva mi prosa. Hace días que el joven en cuestión no me escribe y supongo que pasará algunas semanas haciéndose el enfadado, pero con el tiempo verá que le he hecho el favor de su vida y, si me lee (que lo hará), le recomiendo que se deje de hostias, cultive el amor propio y haga la única cosa que he hecho bien en mi vida: poner las nalgas en la biblioteca del Ateneu y estudiar tantas horas que acaben empedradas.

Todo esto lo escribo sin ningún tipo de paternalismo. A mí, en el fondo, me ha sobrado mucha chulería y me ha faltado una buena dosis de amor propio. Con mi parsimonia y mi espantoso ir tirando he tenido bastante para convertirme en el articulista que escribe mejor del país, pero mi militante vaguería y un autoodio muy de ir por casa me ha impedido hacer una obra filosófica y literaria trascendente. Por fortuna, todavía tengo bastante tiempo como para escribir alguna cosa que valga la pena y, ahora que por temas profesionales leo las salmodias que escriben mis profesores y coetáneos, constato que superar el listón tampoco no me será muy difícil. De momento, he conseguido no prostituir mis emociones, evitar que el poder me acaricie las mejillas y salir indemne de mi propia locura mortal. No es poca cosa, pero también sé que si no demuestro cuál es mi poder de verdad, las ganas de extinguirme y hacerme daño volverán a apoderarse de mis ojos a la que me despiste un poco.

Ahora que he salvado a un amigo podría seguir con el propio ejemplo y salvarme a mí mismo sin caer en los discursos cutres que condeno cuando filosofo, cultureta de mí, en las salas de concierto. Esta será, en efecto, mi lucha.