No hay forma más clara de entender en qué consistió el 9-N que repasar el perfil político y la estrategia de defensa de los abogados de #MasOrtegayRigau; respectivamente, Javier Melero, uno de los inspiradores fundacionales de Ciudadanos y no obstante bote salvavidas de los antiguos tesoreros de Convergència, Rafa Entrena, hijo privilegiado de una saga de juristas con la Castilla de siempre en la sangre, y Jordi Pina, un soberanista moderado que parlotea con aquel catañol tan prototípico de los letrados del Eixample. La ortodoxia de los tres abogados, hijos privilegiados de la costra burocrática española, consistió permanentemente en recordar al tribunal que ni Mas ni sus fieles conselleras desobedecieron ley ni advertencia alguna del Tribunal Constitucional, recalcando así la condición de proceso participativo (que no referéndum) del 9-N y, por encima de todo, su conceptualización de artefacto urdido desde la sociedad civil.

La intención de los tres abogados, traducción legal de la famosa astucia política del president Mas, ha querido recalcar que el 9-N fue un acto plenamente legalista y de escasa confrontación, mucho más cercano a la libertad de expresión de un colectivo que no a la autodeterminación del pueblo catalán. Ello, y lo advierto a los procesistas hiperventilados, no quita ningún mérito a la iniciativa de nuestros mandatarios y ni un solo gramo de valor político a los méritos del president 129; pero nos sitúa en un espacio en el que, paralelamente a contar independentistas de forma legal, Mas intentó solidificar el 9-N y su posterior juicio confrontando la superioridad moral de un pueblo en manifestación perpetua a un Estado represor que incluso amonesta un fenómeno que se ajusta a su propia legalidad. De tal guisa, se pretendía presionar al Estado para negociar en sus propios términos, situarlo –en definitiva– prisionero en su propia red jurídica.

El 9-N fue la última ilusión (como todas, verdad a medias) a partir de la cual se creía posible realizar un proceso de independencia “de la ley antigua a la ley nueva”

Utilizando la ortodoxia masista, el 9-N fue la última ilusión (como todas, verdad a medias) a partir de la cual se creía posible realizar un proceso de independencia “de la ley antigua a la ley nueva”, convirtiendo así un movimiento participativo (que no referéndum) en el enésimo ultimátum del soberanismo para negociar el nuevo estatus de Catalunya entre dos intermediarios iguales, la Generalitat y el Gobierno. Lo más surrealista y espantoso del juicio por el 9-N no es, a mi modo de ver, que se enmiende una insurrección inexistente, como se esfuerzan en recalcar los abogados de nuestros tres mandatarios, sino que la judicatura envíe el mensaje explícito de que ésta intermediación entre Catalunya y España como iguales debe ser punida. La reciente beligerancia de los articulistas madrileños (apelando al precinto y al 155) lo deja bien claro: lo que uno debe matar no es el independentismo, sino la ilusión de un diálogo normal.

Contra lo que dicen los puristas, enterrar y superar el 9-N no significa mofarse de la valentía de Mas, Ortega y Rigau, sino precisamente sobrepasar este marco que idealiza una lucha legalista entre iguales que –desde su poderosa burocracia– el Gobierno español siempre podrá chafar con suma facilidad. La diferencia entre el 9-N y Mas versus el referéndum y Puigdemont, si esto va de verdad, es la de superar la dialéctica de los intermediarios para entrar en la política de la autodeterminación, y el prefijo auto quiere decir que la soberanía te la das tú primero y después ya la negociarás con quien tú dispongas. Pero lo deberíamos tener claro: el otro día en el juzgado, los tres abogados de los damnificados todavía buscaban el diálogo, pidiendo permiso, buscando el amparo de la ley española. Saberlo no nos convierte en traidores. Saberlo simplemente nos sitúa mejor. Y eso siempre nos hace más libres.