"Barcelona está muerta". Desde la aparición de la nueva libertad condicional normalizada en nuestras vidas, he escuchado esta frase en boca de barceloneses que se dedican a ámbitos como la hostelería, la cultura, la economía o el turismo. En efecto, podríamos hacer el ejercicio de estar por casa consistente en imaginar veinte profesiones al azar (de carpintero a alto directivo de una empresa inmobiliaria) y veríamos como, con la honrosa excepción de la biomedicina o del fútbol, Barcelona no se encuentra en el ámbito de las treinta ciudades más atractivas del mundo para trabajar. Los barceloneses salvamos esta decadencia cada día más objetiva con un falso consuelo, afirmando que, a pesar de la crisis, la nuestra es todavía la ciudad con más calidad de vida del planeta, lo cual era y seguirá siendo falaz, pues no hay vida feliz sin un desarrollo laboral bien óptimo.

Los esfuerzos por continuar con la mandanga de vendernos a nosotros mismos una ciudad que sea atractiva, pero sin ningún tipo de incentivo para prosperar, cada vez son más risibles. En el actual número de octubre del Time Out, titulado "15 motivos para querer Barcelona", los redactores de la revista molona recogen una suma de adjetivos inocuos sobre la ciudad (solidaria, diversa, sostenible, animalista) que parecen una ensalada inventada por los desdichados inspiradores del Foro de las Culturas. Maragall se inventó aquello del olimpismo pues sabía, se lo enseñaron en la New School, que una ciudad progresista de verdad necesita ser rica. El colauismo es su versión pobre, sin faustos ni carnavales, con el único incentivo de poder lucir en Instagram.

Quizás soy un ingenuo, pero diría que la Rosa de Foc merece que intentemos salvarla, aunque sea con la gracia de reducir mortalmente un trozo monstruoso del Eixample a la música antigua de una sola palabra

Enric Vila escribía hace poco que la Barcelona procesista del régimen de Vichy —es decir, la española, la valencianizada— sólo tendrá la perspectiva de irse degradando y haciéndose más fea, incapaz de ser nada en el nuevo orden internacional. Vila ya hace tiempo que nos dice que la mejor forma de salvar la capital es irse, hacer obra y letra en la ermita que sea, y preparar bien la reconquista de Barcelona con la generación de jóvenes más desvelados que ahora eviten ser comprados por TV3 y La Vanguardia. Tengo el impulso de responder citando a Pla, Enric, cuando decía aquello que de este país (y es aplicable a la ciudad) sólo puedes largarte para ser un tránsfuga melancólico, no uno desnaturalizado. Aparte, me pregunto si, más allá de una necesidad que comparto, abandonar Barcelona no implicará regalarla a leones y elefantes.

En efecto, habrá que ser muy fuerte para vivir en Barcelona la próxima década, un tiempo en que los de siempre intentarán engordar la nómina vendiéndonos un nuevo pujolismo versión indepe con el cual marear la perdiz, mientras Colau seguirá haciendo lo posible para castigar a las clases medias emprendedoras y hacer el trabajo sucio para que los fondos buitres acaben comprando todos los locales en traspaso del Eixample. Habrá que tener el corazón de piedra y el alma de bronce para no decaer y acabar cayendo en la decadencia de la tentación de escribir artículos en catalán (pero que podría editar mi amigo Lluís Bassets en El País) sobre lo bonitas que son todavía las terrazas de la Barceloneta. Todo eso es cierto, sí y recontrasí, como es verdad que el enemigo quiere que nos quedemos en la capital al precio de olvidar que ninguna ciudad puede prosperar si no se encuentra en el centro de un país libre, porque la ciudad no es nada si la dominan y planean extranjeros o eunucos.

¿Si el talento se va de Barcelona para refugiarse en las provincias, quién poblará los bares del Gótico para recomendar libros a los jóvenes desvagados? ¿Si nos marchamos, queridos amigos, quién hará la cata previa de la comida para evitar que los malvados envenenen al rey? ¿Si nos largamos, Enric, quién educará a nuestras princesas en el arte del amor y les rebajará su deliciosa egolatría? Quizás soy un ingenuo, pero diría que la Rosa de Foc merece que intentemos salvarla, aunque sea con la gracia de reducir mortalmente un trozo monstruoso del Eixample a la música antigua de una sola palabra. Si nos quedamos, eso sí, que sea con la espada en la boca, con la armadura bajo el jersey, y al precio de hacernos antipáticos, de repartir hostias con la mano abierta y de acabar el concierto extenuados. Seguiré pensando, que últimamente cazo las ideas con más calma... y tardanza.