Los cretinos dicen que una imagen vale más que mil palabras, sentencia estúpida que no se hace cierta ni con el orden inverso, porque una tonelada de palabras o una sola fotografía pueden significar muy poca cosa (y más todavía en este presente nuestro, donde la fiabilidad de las palabras y de las instantáneas ha muerto, gracias a aquello que la ironía macabra de los multimillonarios tecnólogos denomina inteligencia artificial). Sin embargo, es verdad que una foto —por muy manipulada que esté— todavía tiene el poder de resumir toda una tesis doctoral y de saturar los límites del lenguaje. Todo eso viene a cuento de las imágenes de centenares de turistas invadiendo la calzada del paseo de Gràcia, aprovechando (o saltándose) los semáforos verdes de los peatones con la única intención de perpetrar un selfie en torno al espantoso alumbrado navideño. Ciertamente, diría que no existe mejor imagen para definir la idiotez humana.

Utilizo el término idiota en el sentido más literal de la palabra. A saber, a aquella persona incapaz de salir de sí misma, perfectamente actualizada en este formado cursi de autorretrato donde lo que menos importa es el paisaje, la localización o incluso el telón de fondo; lo único que pide es la sobrerrepresentación del propio rostro en la pantalla. No es casualidad que la lucha desaforada por el selfie gane la partida a una norma tan básica (y binaria, por mucho que moleste a los apologetas de la sexualidad fluida) como es el semáforo. Inmortalizar la propia cara en un paisaje se ha convertido en un algo mucho más trascendente que las normas más elementales del paseo. Si os movéis por el paseo de Gràcia, creedme, sorprende ver la manada de burros que invaden apremiadamente la mitad de la calle, mientras se sitúan para retratarse estirando los labios según el canon estético inventado por un enviado especial del maligno.

Esta 'selfie city' todavía resulta más insultante si comparamos todas estas imágenes supuestamente glamurosas que se cuelgan en la red con las trabas cada día más agónicas que tenemos que pasar los barceloneses para sobrevivir en nuestra ciudad

La invasión de las manadas del mal gusto es tan sabida que las autoridades municipales de Barcelona ya no tienen ni la decencia de enviar a la Guardia Urbana para decirles a nuestros visitantes que hagan el favor de comportarse y dejen de invadir un espacio que no les corresponde. De hecho, los responsables barceloneses no se meten mucho, pues ya les va bien que la capital de nuestro país sea una especie de selfie city donde la gente solo viene a retratarse y a gastar un poco de pasta. Es una visión inframental que también pega a nuestro querido Govern (insisto, lo escribo en mayúscula por inercia), que acaba de promover una campaña navideña donde se dice, juro por Dios que no hago cachondeo, que "las calles de Catalunya son como un gran centro comercial lleno de vida donde puedes encontrar de todo". Habéis leído bien: la indignidad de nuestros líderes políticos se resume en su manía de convertir el espacio público en una suma de tiendas.

Si servidor se presentara a alcalde de la ciudad de Barcelona (hay que reconocerlo: es inimaginable, pero os divertiríais mucho), el primer punto de mi programa electoral sería un mandamiento claro, distinto y bien tangible: hacer todo lo posible para que los barceloneses puedan volver a andar tranquilos por su ciudad sin ningún tipo de interferencia humana o estética, especialmente sin horteradas. No imagino ninguna capital del mundo civilizado permitiendo que una de sus calles más dignas (me niego a escribir la cutrez adjetival "emblemáticas") sea invadida por una multitud de fanáticos del teléfono móvil. Sin embargo, de hecho, la enfermedad del retrato perpetuo se esparce por toda una Barcelona que —a día que pasa— se le va poniendo más rostro de decorado instagrameable. Muy pronto, los privilegiados que todavía podremos vivir allí seremos vistos como una molestia inservible dentro del decorado del selfie perpetuo de los invasores.

Esta selfie city todavía resulta más insultante si comparamos todas estas imágenes supuestamente glamurosas que se cuelgan en la red con las trabas cada día más agónicas que tenemos que pasar los barceloneses para sobrevivir en nuestra ciudad. Insisto de hace tiempo (en vano, como siempre) que la capital del país está sufriendo un éxodo de ciudadanos que, a pesar de su barcelonismo militante, ya no pueden pagarse más la subsistencia. Por si eso fuera poco, la gente que se pira de Barcelona tiene que ver como a los extranjeros se les permite hacer impunemente el imbécil, sin ningún tipo de multa ni coacción, como si nuestra ciudad fuera un videojuego sin normas y la calle una zona más a ocupar a voluntad. Eso del exilio masivo será una auténtica lástima, y lo más trágico de todo es que no hay ni una sola voz municipalista que tenga la mínima entidad para enderezar la situación. Éramos una ciudad olímpica. Ahora somos una selfie city.