No es ninguna casualidad que la imagen más icónica de la celebración del triplete blaugrana de este año sea la de Íñigo Martínez enarbolando una estelada en el autobús del desfile del primer equipo. De entre todos los ditirambos que se han hecho sobre el equipo de Jan Laporta y Hansi Flick, se olvida a menudo recordar que el Barça vuelve a ser un equipo desacomplejadamente catalán. Eso no solo se refiere a un once inicial rebosante de jóvenes estrellas formadas en La Masia —que és igual si venen del sur o del nord y etcétera, pero que entonan perfectamente los himnos del equipo en nuestra lengua—, sino al hecho de que el Barça se convierta nuevamente en una marca deportiva con carácter de inequívoca fuerza política. Este Barça es, por encima de todas las cosas, un equipo de casa, demostración palpable de que la universalidad tiene la base en la ultralocalidad y que solo puedes ir por el mundo si tienes lo bastante cincelado el pedestal de tu identidad.

Si vierais a gente absurda como Albert Batet, Elisenda Alamany o Laia Estrada fotografiados con una estelada en un autobús —por mucha masa de gente enfervorizada que los rodeara— tendríais el instinto de fruncir el ceño y sentir vergüenza ajena. Pero quien abraza la estelada es nuestro espléndido capitán en la sombra, el Káiser de Ondarroa, un hombre que no solo ha devuelto a la esfera pública las características más ancestrales de la masculinidad (demostrando que el interés de las hembras de la tribu por los hombres deconstruidos es cínica cháchara), sino que también conoce bien clara la fuerza de sus orígenes nacionales. Actualmente, solo los jugadores del Barça tienen la fuerza para reivindicar la catalanidad, un signo de auctoritas con el que antes podías ir por el mundo con la cara bien alta pero que los líderes del procés, Puigdemont y Junqueras, han relegado a un lacito amarillo para envolver el brazo de gitano dominical.

Este Barça es, por encima de todas las cosas, un equipo de casa, demostración palpable de que la universalidad tiene la base en la ultralocalidad y que solo puedes ir por el mundo si tienes lo bastante cincelado el pedestal de tu identidad

Joan Laporta ha tenido bastante generosidad para regalarnos la ley más básica de la política; a saber, que lo más importante —a la hora de imponer tu cosmovisión— siempre es ganar. A partir de aquí, cuando tienes la pelota y el rival ni la olfatea, puedes exigir a los jugadores de un equipo global que se adapten al país donde viven en cosas tan básicas como entender su lengua propia. No es casualidad, ninguna, que este nuevo Barça victorioso vuelva a hablar más catalán que nunca, como tampoco es fruto de la contingencia esta capacidad suya de generar entusiasmo. Antes de marcharse, Xavi Hernández recomendó a su sucesor que se preparara para sufrir, pues ser entrenador del Barça lo pedía; sentimiento típicamente autonomista, de aquella gente a quienes les gustan los insufribles himnos fúnebres de Lluís Llach, que contrasta con la sonrisa modesta pero firme de nuestro eminente entrenador de Heidelberg.

Desde la victoria del Barça en la liga, uno se ha podido regalar el gozo de ver como incluso la prensa española de nuestro país se ha deshecho en elogios a Joan Laporta. Después de intentar derrocarlo por todos los medios posibles, incluso La Vanguardia regalaba un semáforo verde a nuestro presidente (que lo ha debido recibir con una carcajada de justicia poética, rompiéndose la barriga|panza), con todos sus asalariados teniendo que escribir alabanzas al mejor presidente de nuestra historia, pobrecitos hijos míos. Incluso estos plomaires barceloneses, autores principales de nuestro síndrome colonial, han tenido que admitir la excelencia del plantel del Barça, unos jugadores de los cuales, a principio de temporada, solo escribían pestes para generar desconfianza. Este Barça no solo vuelve a ser un equipo catalaníssim en esencia sino que, como tal, resulta una herramienta magnífica para detectar españoles y oportunistas que salvan en la ciudad.

Desdichadamente, no disfrutemos del espíritu (ni los liderazgos) para emular a este Barça catalán en el mundo mortecino de nuestra política. Pero, cuando menos, el equipo nos ha vuelto a obsequiar con una pauta moral y una postura delante del mundo. Todavía esperamos alguien que ose importarla al universo de la cosa pública. Todo llegará, no sufrís.