El 27 de octubre de 2017, el Parlament de Catalunya aprobó una resolución que instaba al Govern de la Generalitat a firmar los decretos y las disposiciones necesarias para hacer efectiva la República catalana. Después se celebró solemnemente el evento, pero no se hizo nada de lo que preveía el texto de la resolución. No se dictaron decretos, ni se cambiaron banderas, ni se tomó el control del territorio, ni se asumió la soberanía... es decir, no se proclamó la independencia de Catalunya. Por dos razones: una porque no había nada preparado para hacerlo y la otra porque los gobernantes catalanes no estaban dispuestos a asumir el baño de sangre que se habría producido si optaban por atrincherarse, protegidos por la multitud desarmada que los apoyaba, frente a las fuerzas policiales y militares españolas movilizadas para la ocasión.

Ha pasado un año y lo que ha quedado claro es que el movimiento soberanista catalán, con todas sus expresiones, incluidos los apóstoles de la desobediencia, no está dispuesto a quemar las naves, ni a llenar las cárceles españolas, mientras que el Estado español sí ha demostrado una voracidad represora que ni siquiera el relevo de Mariano Rajoy por Pedro Sánchez al frente del ejecutivo modificado mucho. Vistas las cosas desde este punto, tratándose de un combate tan desigual y descartada la insurgencia armada por razones morales (pero también de eficiencia y de falta de material), el soberanismo catalán deberá plantearse la estrategia a seguir a partir de ahora una vez aprendida la lección ―si es que se ha aprendido― que no se pueden plantear batallas que no se pueden ganar y menos si se plantean con carácter de urgencia. Hay que volver a decir que todo aquello de ganar la independencia en 18 meses fue una estupidez que encandiló a mucha gente de buena fe para luego dejarla tristemente decepcionada.

Descartada la insurgencia armada por razones morales (pero también de eficiencia y de falta de material), el soberanismo catalán deberá plantearse la estrategia a seguir a partir de ahora una vez aprendida la lección ―si es que se ha aprendido― que no se pueden plantear batallas que no se pueden ganar y menos si se plantean con carácter de urgencia

Sin embargo, el procés ha tenido al menos tres consecuencias: Catalunya se ha convertido definitivamente en un sujeto político para la comunidad internacional, el conflicto catalán ha puesto en evidencia la involución antidemocrática del régimen del 78, y España se ha convertido en un país casi ingobernable, que no levanta cabeza desde hace casi siete años. Los medios internacionales se refieren a Catalunya y al president Puigdemont como actores convencionales de la escena política europea. El propio ministro Borrell ha reconocido que en Europa y en Estados Unidos piensan que Franco aún está vivo, y esta misma semana el presidente español y el jefe de la oposición han roto relaciones políticas a cuenta de Catalunya cuando debatían sobre la reciente reunión del Consejo Europeo, el Brexit y la venta de armas a Arabia Saudí. El conflicto catalán es omnipresente y no sólo en Catalunya.

Observando el momento político global, es una evidencia de que se ha producido un auge de las fuerzas reaccionarias en Europa y América, que no ayuda mucho a la causa catalana o, mejor dicho, que permite relativizar la involución española, pero, al mismo tiempo, este ascenso del ultraconservadurismo ha tenido una respuesta también en forma de movilizaciones en defensa de los derechos civiles. En Estados Unidos, la victoria electoral de Donald Trump ha dado lugar a las manifestaciones de protesta más multitudinarias desde la guerra de Vietnam: son las mujeres, son las minorías, son los defensores de los derechos de los inmigrantes, son los ecologistas, los colectivos marginados... lo mismo está pasando en Alemania con un crecimiento de los movimientos alternativos que están sustituyendo los viejos socialdemócratas, incapaces de ofrecer ni siquiera la esperanza de un cambio. En Francia, la respuesta popular a las políticas de Macron han provocado ya varias crisis de Gobierno, y en España crecen las protestas y denuncias por los atentados contra la libertad de expresión, las movilizaciones de los pensionistas y la reivindicación de los valores republicanos. Ciertamente el péndulo de la historia ha subido hasta el extremo conservador, pero hay que confiar en que las movilizaciones democráticas cambiarán el rumbo. La historia siempre va hacia adelante y al soberanismo catalán le corresponde empujar en esta dirección.

Catalunya se ha convertido en un sujeto político para la comunidad internacional, el conflicto catalán ha puesto en evidencia la involución antidemocrática del régimen del 78, y España se ha convertido en un país casi ingobernable

Algunos analistas presuntamente progresistas pero en realidad rabiosamente antisoberanistas, se han atrevido a acusar al proceso catalán de haber "despertado el fascismo español", porque, efectivamente, los grupos de extrema derecha vuelven a movilizarse y a alterar la paz social como no lo hacían desde hacía décadas. Primero que no es un fenómeno estrictamente español, pero acusar a los soberanistas de la barbarie fascista es como acusar a las mujeres violadas de provocar a los violadores llevando una falda corta. Renunciando a la libertad no se amansa la fiera sino todo lo contrario. Los fascistas estaban y han resurgido en España al grito de "A por ellos" y con una connivencia y/o militancia de los poderes del Estado. Y la historia demuestra que la actitud indulgente con el huevo de la serpiente tiene consecuencias siempre nefastas. Así lo entiende el Parlamento europeo que acaba de reclamar en España a que ilegalice de una vez las organizaciones que exaltan el fascismo como la Fundación Francisco Franco

Con todo, el soberanismo catalán ha ganado en este último año algunas batallas que no son poco importantes haciéndose mayoritario en la medida de que se ha convertido en una causa por la libertad, por la defensa de los derechos humanos y por la profundización de la democracia frente a la represión y el autoritarismo. Sin embargo, corre el riesgo de volver a ser minoritario y no encontrará aliados si se encierra en posiciones estrictamente nacionalistas. Es importante marcar la diferencia en lo que te sitúa en el combate por la libertad: la lucha contra las desigualdades, la solidaridad con los refugiados, el rechazo a la venta de armas a Arabia Saudí... No hay que olvidar que para la independencia es necesaria la autodeterminación y que la autodeterminación es un derecho y la independencia una opción política tan legítima como cualquier otra. La independencia debe caer por su propio peso, fruto del ejercicio de la libertad y no al revés. Y aquellos que tenían tanta prisa que sepan que la lucha por la libertad no termina nunca.