La ceremonia fría y desangelada que ha servido para ungir al 131º presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, da la razón a mi tesis que la autonomía está muerta. Las instituciones que conectaban Catalunya con España necesitan a un enterrador que las sepulte antes de que la peste se haga insoportable.
Puigdemont ha respondido a las presiones de su partido haciendo la guerra biológica. Torra es un caballo de Troya, el leproso que Maquiavelo envía a la ciudad asediada, como hizo Cèsar Borgia para acabar con el ejército francés que intentaba conquistar Nápoles, o como hizo Pedro el Grande con las moscas de Sant Narcís, cuando París plantó a sus soldados en las puertas de Girona.
Catalunya vuelve a la situación del 2009 con los partidos deshechos y España desacreditada. La justicia española hace pensar cada día más en aquella obra de Oscar Wilde que habla del precio que tienen las comedias sostenidas por el diablo. El juez Llarena empieza a parecer Dorian Gray desesperado por esconder su famoso retrato a las visitas mientras el estigma va manchando la belleza original de la obra.
La formación de gobierno responde a una hoja de ruta autonomista, pactada con los vascos y con Bruselas, que contempla un pacto para rebajar la tensión con Madrid y, después, dejar al juez Llarena en evidencia. El problema es que Torra no sería presidente sin el poso cultural acumulado por el independentismo. A diferencia de Pujol, su fuerza está mucho más conectada con la gente que hizo las consultas que con las élites catalanas que Madrid favorece para controlar el pueblo.
Si ahora se presentara un partido como Solidaritat, por ejemplo, sacaría tranquilamente un millón de votos. La gente que votó en las consultas hace diez años no volverá a poner la esperanza en los partidos que han liderado el proceso, y saldrán alternativas. Como pasó en 2009, hay una distancia enorme entre los políticos y la gente. Sin el prestigio de los partidos y las instituciones, la gesticulación del presidente no encontrará un límite que la contenga y, más que folklorizar el independentismo, como se pretende, desbordará a los políticos otra vez.
Para ayudar, la fuerza creciente de Ciudadanos apunta hacia una balcanización de España. Jordi Cañas se pensaba que podría hacer la Operación Roca sin el estigma étnico del viejo catalanismo, pero la estructura del Estado no permite otra cosa que el espolio de los países catalanes y eso empuja a sus compañeros a pronunciar el discurso de VOX. Enloquecidos por la ambición de ganar al PP, los chicos de Ciudadanos cada vez serán más percibidos como la voz de los españoles que se sienten discriminados por el simple hecho de vivir en un territorio que todavía no es bastante España.
El estado español quiere llevar el choque democrático con Catalunya al campo de la identidad. Algunas lumbreras cuentan con que el electorado independentista es menos homogéneo que el unionista, desde el punto de vista lingüístico, y les traiciona el subconsciente. La batalla identitaria es la última carta que le queda en España para jugar, antes de desintegrarse en un mar de violencia o de ridículo. Gracias a la locura madrileña, los mapas mapas mapas que reivindica Enric Juliana se están volviendo tan identitarios que los cargos de Catalunya norte y de Occitania se han puesto de acuerdo para pedir la liberación de los presos políticos del Principado.