Con Motomami pasó lo mismo: una nota de voz de su abuela en catalán para que no se dijera, las migajas necesarias para seguir alimentando el espejismo. Hablar y escribir sobre el uso lingüístico y de los referentes catalanes de Rosalía puede parecer un debate acotado, personalizado y, en consecuencia, de poca relevancia, superficial. Pero en la manera en que los catalanes nos relacionamos y en las esperanzas que estamos dispuestos a depositar en quien, al fin y al cabo, es una artista catalana que ha ganado fama cantando en castellano, se revelan rasgos fundamentales de la manera en que nos vemos a nosotros mismos. Y de todo lo que, por un poco de reconocimiento, estamos dispuestos a aceptar. Igual que pasó con Motomami, la caída es estrepitosa porque, sedientos de ídolos que encarnen una catalanidad desacomplejada ante el mundo, tendemos a proyectar nuestras ambiciones en quien, como mínimo, parezca no avergonzarse de su catalanidad. Este “como mínimo” es más descriptivo del momento político, del estado de ánimo y de la autoestima de los catalanes que todas las columnas de opinión que habéis leído aquí en estos últimos tres años. 

No obstante, hacer cantar a la Escolanía de Montserrat en castellano parece haber roto este juego de espejos. O que lo ha roto para una parte de la base de fans catalana que estaba dispuesta a excusarle ciertas cosas amparándose en las circunstancias de la industria, o de la cultura, o de la globalidad. Entiendo el impacto y la sensación de escándalo y humillación. A veces, me parece que decir que Montserrat es un símbolo de la nación catalana es quedarse corto: Montserrat es la cuna y, todavía hoy, para muchos, incluso para aquellos que tienen su fe distraída o aletargada, es el refugio donde buscar fortaleza espiritual cuando el mundo no ofrece nada lo suficientemente sólido. En el corazón y en la mente de muchos catalanes, creyentes o no, Montserrat es el punto fijo que permanece perenne y que ofrece esperanza cuando la política nos pasa por encima. A veces, lo es de una forma que hace olvidar a los ateos y a los agnósticos que, aparte de encarnar un símbolo nacional, Montserrat es un monasterio mariano. 

Magnolias sobre nuestra tumba para explicar en qué momento nos encontramos y cuatro versos en catalán en Divinize para que no se diga

Con las celebraciones vinculadas al milenario, sin embargo, se ha evidenciado —o se nos ha recordado— que Montserrat no es una institución ajena al momento político del país, y que, por lo tanto, las renuncias de la política tienen consecuencias institucionales más allá de las instituciones que consideramos estrictamente vinculadas a la política. Hoy, en Catalunya impera una autopercepción —fruto de la minorización, de la reculada del brazo político que decía querer liberarnos y de la pacificación socialista— que impide oponer resistencia a los cantos de sirena del españolismo banal. Así las cosas, las consecuencias de renunciar a la catalanidad —o de hacerla de menos, o de no lucirla nunca con un orgullo de nación normal, o de convertirla en una circunstancia residencial— parecen siempre asumibles e, incluso, deseables. Rosalía propone y en Montserrat están predispuestos: magnolias sobre nuestra tumba para explicar en qué momento nos encontramos y cuatro versos en catalán en Divinize para que no se diga.

La falta de autoestima nos hace ver espejismos, pero ni Rosalía ni Montserrat —quizás la Virgen María, sí— nos salvarán de un agujero que hemos cavado, en cierta medida, nosotros mismos. Que esto es así lo explicita la decepción, quizás un punto sobreactuada, de muchos de los que habían confiado la misión de situar Catalunya en el lugar del mundo que le corresponde a la colaboración con la Escolanía. Pero si te sorprende que quien se proyecta en castellano no entienda —o no quiera entender— el grado de perversión de colaborar con la Escolanía en castellano, es que quien tiene un problema eres tú. La sensación de corrupción de lo propio, de venta de lo que consideramos sagrado y de menosprecio a los referentes de los catalanes debería servir para romper esta rueda desesperada de búsqueda de ídolos a quienes entronizar y luego destruir cuando se revelan como lo que son; esta obsesión absurda por coger los mínimos y hacerlos pasar por máximos, por traspasar una responsabilidad que también es nuestra. Pero el contexto actual lleva a ello, y no todo el mundo está dispuesto a dejar que se le caiga la venda de los ojos.

Hasta cierto punto, es una lástima que el debate sea este, aunque lo considero ineludible. Escribo que es una pena porque la valoración de Lux en términos estrictamente musicales queda relegada, aunque algunas voces de la clásica de nuestro país han hablado de tópicos manidos y soluciones efectistas. El caso es que una negación de las raíces hecha pasar por intimidad, un viaje hacia adentro obviando una parte de lo que llevas dentro, siempre tendrá un punto de sobreactuación y superficialidad, pero se necesita autoestima para verlo. En la vida, en la espiritualidad, en la música, en la política, siempre se necesita un poco de autoestima para verlas venir y para verse a uno mismo. Ojalá que cuando Rosalía publique el próximo álbum, no sea necesario escribir otra columna como esta, pero todo parece indicar, estimados lectores, que esto no será así.