No está siendo sencillo el proceso constituyente que vive Chile en estos momentos, la tensión se percibe en todos los ámbitos de la vida nacional, incluso la confrontación recuerda a aquellos años previos al golpe de Estado en que todo se veía negro o blanco y en los que no había margen para los matices; el resultado del proceso se verá si es ratificado o no en los próximos días, pero lo que aquí quiero rescatar es algo que es extrapolable a otras latitudes y, especialmente, al Estado español.

Los dictadores tienen la afición de intentar perpetuar sus ideas más allá, no ya de los tiempos en que gobiernan sino, incluso, de sus propias existencias y Pinochet no fue una excepción, dejando como uno de sus legados más perversos —aparte de las violaciones de los derechos humanos— un texto constitucional que proyectase su visión de país por generaciones; en dicho propósito no dudó en establecer un texto constitucional cuyos mecanismos de reforma se entendieron como seguros, a efectos de hacer inviable cualquier iniciativa transformadora.

Básicamente, y en términos gruesos, se constitucionalizó que cualquier reforma de su Constitución requeriría de una aprobación por tres quintas partes de los diputados y senadores, así como de un posterior referéndum ciudadano para la aprobación, o no, de dicho texto con una serie de peculiaridades en caso de discrepancias entre el poder Legislativo y el Ejecutivo.

Pinochet, sus asesores y seguidores, consideraron que era inviable una reforma porque conseguir una mayoría de tres quintas partes era algo que se enfrentaría a la clásica distribución de escaños del poder Legislativo que venía dada en lo que en su día se definió como de tres tercios entre derecha, centro e izquierda.

Treinta años después de que se viese forzado a dejar el poder, esa mayoría de tres quintos del Congreso y del Senado sí que se consiguieron, permitiendo, de esta forma, la apertura de un proceso constituyente que, con aciertos y desaciertos, ha trasladado a la ciudadanía un texto que pretende transformar a Chile no solo en un Estado plurinacional, sino en uno respetuoso del medio ambiente, igualitario, generoso y abierto pensado como país del siglo XXI y no del XX o del XIX. Sea cual sea el resultado del plebiscito, lo auténticamente relevante es que se han alcanzado mayorías supuestamente inalcanzables que han abierto un melón, un debate, que se pensaba intocable… Pinochet, como Franco, dejó todo atado y bien atado, pero no contó con la voluntad democrática de tres quintas partes del Congreso y del Senado.

Tal vez, la gran diferencia entre un y otro Estado radique en la voluntad y compromiso democrático de unos y otros legisladores, así como de los estándares de exigencia democrática de sus ciudadanos.

No puede ser malo un texto que parte diciendo “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático.”

Tampoco puede serlo, a efectos de solución de conflictos y de construcción de un Estado mejor, un texto que en sus primeros artículos establece que se trata de una república, solidaria, inclusiva y paritaria: la “protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad” y en la que “la soberanía reside en el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones”, todas ellas en plano de igualdad.

Incluso se llegan a establecer normas que impiden escenarios de confrontación, reconociendo “la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado” y que “son pueblos y naciones indígenas preexistentes los Mapuche, Aymara, Rapanui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán, Selk'nam y otros que puedan ser reconocidos en la forma que establezca la ley” siendo “deber del Estado respetar, promover, proteger y garantizar el ejercicio de la libre determinación, los derechos colectivos e individuales de los cuales son titulares” garantizando “efectiva participación en el ejercicio y distribución del poder, incorporando su representación política en órganos de elección popular a nivel comunal, regional y nacional, así como en la estructura del Estado, sus órganos e instituciones”.

Aparte de ello, se reconocen, como realidades dignas de protección constitucional, una serie de aspectos como el plurilingüismo, la diversidad de enseñas y culturas y, sobre todo, se “reconoce y promueve el diálogo intercultural, horizontal y transversal entre las diversas cosmovisiones de los pueblos y naciones que conviven en el país, con dignidad y respeto recíprocos”, todo ello teniendo presente que las “personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman con ella un conjunto inseparable. El Estado reconoce y promueve el buen vivir como una relación de equilibrio armónico entre las personas, la naturaleza y la organización de la sociedad”.

Si este texto será o no aprobado es algo que solo depende de los chilenos y, para ello, han sido convocados a un referéndum que determinará cuál será el futuro de un país en el que se pensaba que todo estaba atado y bien atado y que era inamovible.

En España, cambiar la constitución requiere, como mínimo, contar con “una mayoría de tres quintos” en Congreso y Senado, lo mismo que en Chile; pero si se propusiere “la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes” y “las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras” para, posteriormente, someter dicho nuevo texto a un referéndum —igual que en Chile—.

Dicho más claramente, para generar un nuevo marco constitucional se requieren dos tercios del Congreso y del Senado, se requiere una menor confluencia democrática que en Chile, pero siempre se nos ha hecho creer que eso es imposible; seguramente, a quienes esto sostienen razón no les falta pero no por la complejidad del procedimiento —que no lo es— sino por la falta de consenso democrático en cuanto a lo que realmente necesita España para concluir su proceso de transición y adentrarse en uno de consolidación democrática.

Pinochet y Franco, que tenían mucho en común, lo dejaron todo “atado y bien atado” pero, tal vez, la gran diferencia entre uno y otro Estado no estribe en los deseos de sus respectivos dictadores, sino que radique en la voluntad y compromiso democrático de unos y otros legisladores, así como de los estándares de exigencia democrática de sus ciudadanos.