Iré directo al grano y después, si quieres, ya entraremos en materia. Si tienes tiempo y puedes, cancela todos tus planes para el día de hoy y corre a ver As bestas al cine. Hazme caso, no te arrepentirás. Ir al cine es siempre una opción buena, pero ir para ver la mejor película española del año es una opción magnífica. Vigila, sin embargo, ya que la última obra de Rodrigo Sorogoyen es tan buena que incluso consigue una cosa inaudita para nosotros: simpatizar con los franceses, cosa a la cual no estamos demasiado acostumbrados, supongo que por culpa de habernos mutilado el país el año 1659. No nos salgamos por la tangente, sin embargo. Sencillamente quiero hacerte saber que el film vale la pena porque contiene una reflexión precisa sobre aspectos primordiales de nuestra sociedad, ya que As bestas es mucho más que la típica peli costumbrista de gallegos tristes que viven en medio de paisajes grises donde siempre llueve. As bestas, en realidad, habla de todos nosotros.

Al igual que pasó en la literatura europea de mediados del siglo XIX, en As bestas la naturaleza, con montañas preciosas y prados llenos de cabras, vacas o caballos, deja de ser idílica para volverse cruda y áspera. Aquí está la clave, creo, de la película: en la interpretación del paisaje. Es decir, de la tierra. Por una parte, la visión pesimista y anclada en el pasado de los vecinos, gente humilde nacida allí, sin esperanzas, sin ilusión y que ven en la opción de venderse las tierras para que instalen molinos eólicos la gran oportunidad para escapar de aquel destino marcado en el cual sobreviven. Por otra parte, la visión romántica y abrazada al futuro de Antoine y Olga, el matrimonio francés, dos profesores cultos, idealistas y profundamente ecologistas que lo han dejado todo para hacer de campesinos en Galicia, vivir de un huerto, proponerse el reto de restaurar casas viejas con el fin de repoblar el pueblo y vivir en él gracias a la agricultura y la ganadería. Pasa que los molinos solo se instalarán si todos los propietarios del valle votan a favor, pero el francés vota en contra y desata el conflicto. Su decisión condena a sus vecinos, ya que su voto es una ilusión, pero el de los vecinos, igual de lícito, una necesidad.

Mira, cuando un servidor estudiaba en la universidad, un profesor siempre nos decía que "estamos podridos de literatura". Por suerte o por desgracia. Sea como sea, al salir del cine no pude evitar pensar en Raimon Casellas y el título de una reseña que tuve que hacer a primero de carrera sobre Els sots feréstecs“Poble petit, gran infern”. Saqué un 7, y el profesor, que era el mayor entendido en modernismo literario que ha existido nunca en Catalunya, me señaló el título del trabajo con un interrogante rojo. Cuando le expliqué que era una frase pintada con espray en la entrada de mi pueblo, su respuesta fue reír y decirme que mi pueblo debía ser muy poco acogedor con los forasteros. "Exactamente igual que los vecinos del pueblo de Els sots feréstecs lo son con mosén Llàtzer", le dije refiriéndome al protagonista de la novela, y de golpe sacó un bolígrafo del bolsillo para subirme la nota a un 7'5. Si ahora el añorado doctor Jordi Castellanos estuviera vivo, le enviaría este artículo para decirle que fuera al cine a ver As bestas, precisamente porque igual que hizo Casellas en su novela, Sorogoyen también construye un drama lleno de violencia humana.

Cuando a media peli me escapé a mear, pensé en Tierra baja y en Manelic matando con sus propias manos al malvado Sebastià, como dos bestias

De hecho, el retrato de los vecinos es de un realismo tan preciso que, si estuvieran vivos, también recomendaría a Camilo José Cela, a Carlo Levi o al cineasta Sam Peckinpah que vieran el film, ya que As bestas tiene cosas de Viaje a la Alcarria, de Cristo se detuvo en Eboli y de Los perros de paja. Pero si me permites hilar todavía más delgado, si pudiera también me gustaría recomendar la peli a Joan Puig y Ferreter, Marià Vayreda y sobre todo a Àngel Guimerà, tres autores que seguramente Rodrigo Sorogoyen no ha leído en su vida, pero en quienes es imposible no pensar durante las más de dos horas y media que dura el metraje, un tiempo claramente alarmante para la mayoría de vejigas humanas. No sufras, sin embargo. Por suerte, la peli tiene una estructura digna de una gran obra de teatro, con una primera parte, un clímax central y una segunda parte. De hecho, fue justo después de este clímax, cuando me escapé a mear al lavabo, que pensé en Tierra baja y en Manelic matando al malvado Sebastià. Matándolo como dos bestias en combate, ya que quitarle la vida a alguien con las manos no es lo mismo que hacerlo con un arma.

No he venido aquí a escribir spoilers, calma. Sencillamente a decir que As bestas es una fabulosa película política sobre la explotación del territorio escondida tras el velo de un cine hiperrealista donde hay varias capas de lectura, desde el rechazo al extraño –palabra que comparte etimología con extranjero- hasta el acceso a la cultura pasando por el empoderamiento femenino, el clientelismo policial o el despoblamiento rural. Además, con dos miradas sobre el mismo conflicto: la de la primera parte del film, cien por cien masculina y cargada de violencia, y la de la segunda, cien por cien femenina y llena de resiliencia. Por eso cuando fui al lavabo a media peli pensé en Aguas encantadas y La puñalada, y cuando salí del cine me vino más en la cabeza Víctor Catala y sus Dramas rurales. Qué quieres que te diga, se me hizo difícil no recordar las lecciones sobre el modernismo de Jordi Castellanos cuando en As bestas hay claramente una mirada determinista en los personajes gallegos, caracterizados como auténticos peones de la ley de la herencia, que actúa como condicionante vital con la mala sombra de una soga eterna. Ya lo verás: el personaje de Xan, interpretado por un Luis Zahera que tendría que ganar automáticamente todos los Goya posibles de ahora hasta el día que se retire, se puede leer de una manera tan naturalista que incluso Émile Zola se frotaría las manos si viera la peli.

Quizás As bestas somos nosotros porque en As bestas incluso el malo tiene razón en aquello que hace. Qué es mejor, sino, ¿echar a todos los campesinos de un pueblo y eliminar granjas, pastos y prados con el fin de apostar por la energía eólica, aparentemente ecologista, u oponerse, condenar decenas de familias a seguir trabajando como mulas a cambio de cuatro duros y pretender vivir cultivando tomates o produciendo carne de ternera con la esperanza que la sociedad valore conceptos como "producto de proximidad", "kilómetro cero" o "agricultura ecológica"? ¿Qué condena a qué? Y sobre todo, ¿quién condena a quién, si al final es el capitalismo el gran responsable invisible a quien tan difícil es culpar? En estas preguntas no solo se esconde el conflicto que construye un argumento trepidante, sino que se esconde un dilema en el cual nosotros, cada día, podemos ser también protagonistas cada vez que apostamos por como consumimos y donde consumimos. Quizás no es casualidad, por lo tanto, que en un mismo año el cine producido al estado español haya visto como una película en gallego como As bestas y otra en catalán como Alcarràs, las dos pequeñas obras maestras, pongan el foco en aquello rural para explicar aquello universal. Quizás porque el cambio climático es en realidad el reflejo de un problema de raíz mucho más profundo. Y quizás porque el cine es Cine, en mayúsculas, cuando plasma el mundo que vivimos para interrogarnos sobre el mundo que queremos vivir.