Una esperanza rota de la forma más bestia posible. Empatizemos una vez más. Imaginémonos a cada uno de nosotras encerradas desde hace unos ocho meses en una prisión donde no tienes ningún compañero o compañera interna que piense como tú, que hable como tú, que tenga las mismas inquietudes que tú, ni las mismas angustias y menos las mismas esperanzas. Recibes visitas institucionales que te entretienen un par de horitas al día. Vas encantada de la vida porque sabes que romperás la monotonía de las otras veintidós horas restantes que te quedan para llegar al día siguiente. Y es que aquí el futuro es llegar al día siguiente pensando qué le dirás al familiar al que le oirás la voz porque le toca la llamada. Todas están repartidas: el lunes, el hijo mayor; el martes, la madre; el miércoles el hijo pequeño; el jueves, la hermana; el viernes, el compañero y el fin de semana la madre de nuevo, porque ella es demasiado mayor para aguantar una comunicación de locutorio, a través del puto cristal.

E intentas estar fuerte porque has aprendido a vivir al día obligándote a expulsar los malos pensamientos, centrándote sólo en la lectura. Pero no lees en un sofá o un sillón o en la mesa de tu estudio como harías en casa sino en una triste silla. Te cansas de vez en cuando y necesitas parar y cambiar de actividad: o escribes o sales a un pequeño patio a caminar y lo primero que haces es levantar la cabeza y mirar el cielo del Empordà. Pero no ves el cielo, ves un rectángulo sin vista panorámica y vuelves a bajar la cabeza y caminas sin ver nada verde: ni una triste plantita. Todo asfalto. Y te vienen preocupaciones a la cabeza: ¿Si la sentencia se rebaja de diez años a cuatro algún desgraciado aún pensará que es poco? ¿Y si tenemos que esperar a que se resuelva en Europa, tendré que estar una buena temporada aquí?

Sales a caminar y lo primero que haces es levantar la cabeza para mirar el cielo del Empordà. Pero no ves el cielo, ves un rectángulo y vuelves a bajar la cabeza

Has aprendido a estar fuerte porque tienes la esperanza de que algún día, muy pronto, la razón saldrá a la luz. Y te ha comentado gente de confianza que tienes posibilidad de ir a casa a la espera del juicio porque tú voluntariamente volviste de Bruselas y, por lo tanto, no tienes riesgo de fuga. Y has dejado la política, por lo tanto, no puedes intervenir en ninguna decisión. Y sabes que no citaron a tus buenos amigos Mundó y Borràs que también han dejado la política. Y la familia te ha estado explicando, día tras día, la cantidad de informes que han entregado, de hecho todo un dossier, para que los especialistas hagan una valoración justificada para acompañar tu petición de libertad provisional a la espera de juicio que avalan y justifican claramente el daño causado a una familia. El mismo mal, evidentemente, que sufren las otras familias de las personas presas.

Y son las tres del mediodía y estás encerrada en la celda mirando las noticias y te enteras, justo por el informativo de TV3, de que te han negado la libertad de nuevo. La última posibilidad que tenías. Y ves que ni el cambio de gobierno en Madrid ha hecho que nada se moviera. Y en el TN, mientras tú estás encerrada, ves los problemas que hay en el Parlament de Catalunya. Y no sabes dónde agarrarte. Y el mismo día, a media mañana, tu hermana ha recibido un mensaje del abogado que dice "me acaban de notificar la denegación de la libertad; lo siento". Y la noticia llega así porque un abogado no puede llamar a su cliente en la prisión. Y la hermana cuando lo recibe se angustia, ya no sólo por la noticia, también porque no tiene ni idea de si Dolors lo sabe por alguien, no puedes hablar. Y ella no llama por la tarde porque hoy es incapaz de poder hablar por teléfono. Es fácil disimular los sentimientos sin verse la cara, pero no pudo aquel maldito día.

Qué tonterías le puedes decir a una persona que ahora ya sabes que no pasará la Navidad entre nosotros, que el juicio será, como muy pronto, en enero, que volverá a Madrid y que la sentencia no saldrá hasta que les interese a los políticos

Y llega el viernes. El viernes, por fin, por la tarde, tenemos un locutorio de 30 minutos. Os tenéis que imaginar una especie de cabina de teléfono. Llegamos el hijo pequeño, el cuñado y la hermana. Y ella ya está. Es el primer locutorio que me recuerda el primer fin de semana en Alcalá-Meco, el pasado 4 de noviembre del 2017. La misma cara. No puede coger el teléfono para decirnos hola hasta mucho rato después. Está hundida al vernos. Deslizan lágrimas sin descanso. Pone la mano en el cristal, eso sí. Nosotros, aun habiéndonos dopado para entrar -no da ninguna vergüenza reconocerlo- no hemos sido lo bastante alegres para arrancarle una sonrisa. Consejos muchos: que si haz mucho deporte, que te canses mucho, que no estás sola, que la gente está... Y no la hemos podido abrazar. Y no duermes esperando el vis a vis que por suerte toca este fin de semana y no duermes pensando qué burradas le puedes decir a una persona que ahora ya sabes que no pasará ni la Navidad entre nosotros y que el juicio será, como pronto, en enero, y que volverá ir a Madrid y que la sentencia no saldrá hasta que les interese a los políticos.

Y ves clarísimo que nada hace tanto bien como poder estar con los tuyos. Es cuando eres tú y no tienes que disimular. Puedes desahogarte, soltarte; aunque después no dormirás pensando que si te hubieran visto fuerte, ellos no sufrirían. Pero los familiares nos marchamos pensando que si no lo hace con nosotros con quienes lo haría. Hay funcionarios encantadores, visitas entrañables, pero no son los de casa, los que añoras de verdad.

Al salir atravesamos las puertas automáticas desencajados. Y un señor gitano se me acerca y me dice "es que los jueces son unos putos cabrones" y yo que me le abrazaría cuando años atrás me habría dado un poco de miedo conversar con él.

Y me desahogo a media noche en el grupo de familiares de la Associació Catalana pels Drets Civils porque, ¿quién te puede entender más que ellos cuándo no puedes dormir?