La actriz Ana Millán explicaba en una entrevista el otro día el “papel” que actores y actrices tienen en lo que respecta a la “película”, es la Historia. La importancia que tiene crear un personaje mediante el cual se nos explique lo sucedido, para que se sepa, para que no se olvide. No es lo mismo leer un texto, estudiar, analizar números, datos, que observar cómo se producen los hechos, por decisión de personas concretas que viven en contextos específicos, una realidad. 

Cuando, para preparar el acceso a la Selectividad, teníamos que estudiar Filosofía, la profesora que teníamos en mi instituto, Eulalia, quiso abordar la asignatura a través de los perfiles de los pensadores más destacados, acercándonos a cada uno desde una perspectiva humana. Conocimos dónde nacieron, qué hechos marcaron su manera de pensar, el tipo de familia en el que crecieron, su manera de relacionarse con el entorno. Humanizar, en definitiva, y hacernos empatizar (o no) con aquellos que llegaron a unas conclusiones que después han sido utilizadas en la mayoría de los casos sin contextualizar, manoseando y tratando de adaptar los conceptos que en no pocos casos se retorcieron hasta dar a entender lo contrario que sus propios autores quisieron en realidad decir. 

Estudiar la metafísica de las costumbres de Kant, se convierte en un ejercicio mucho más asumible si conoces un poco al pensador. Si alguien te explica aquella anécdota que relata cómo en su ciudad, sabían si el reloj de la plaza de Königsberg estaba en hora porque Kant había pasado en ese instante, a las tres y media, por delante. Como no se debería estudiar a Nietzsche sin conocer su enfermedad continua, su consumo de drogas y su visión tan particular de las mujeres. 

Eulalia hizo con nosotros, sus alumnos, un ejercicio fundamental que resulta imprescindible para abordar cualquier ámbito de la vida: contextualizar y dotar a todo de un carácter humano del que normalmente se prescinde. 

Viendo Argentina, 1985 me acordé de Eulalia. Explicar como lo hace la película a través de sus personajes, y especialmente del que encarna Ricardo Darín, nos permite ponernos en la piel de un fiscal, Julio César Strassera, que tuvo la responsabilidad —y también el honor— de defender a la población argentina ante las masacres cometidas por Videla y los suyos. Un actor, Darín, que consigue a la perfección, una vez más, presentarnos a un hombre poliédrico, que “se caga en los pantalones” ante el papel que le da la Historia: el de un hombre humilde, incluso acomplejado, que consciente del contexto en el que vive, decide asumir la responsabilidad de denunciar las atrocidades cometidas, silenciadas e impunemente establecidas en un momento en el que imperó en la Argentina de Videla el terror, la masacre, la barbarie contra los débiles. 

Una película imprescindible, ese “cine necesario”, como dice Luis Martínez en su crítica sobre la película para Metrópoli. Un trabajo que, como señalaba Millán, nos cuenta una Historia que debe ser contada. Y que, si no fuera por grandes intérpretes como Darín, para muchos sería una realidad inexistente. El film no para de cosechar éxitos. Desde el Premio del Público en el Festival de San Sebastián, hasta el Festival de Venecia. Tiene muchas papeletas para estar en los Goya y también en los Óscar. Y estoy convencida de que su director, Santiago Mitre, lo merece. 

La primera vez en la historia en que los dictadores se sientan en el banquillo y son juzgados por un tribunal que debe representar al Estado de Derecho en una Democracia. Un proceso que traspasa de la jurisdicción militar a la civil los atroces hechos cometidos por quienes se creían impunes. La película nos explica detalles fundamentales que van mucho más allá de lo que hemos leído en los libros, en las sentencias, en artículos de prensa. Nos construye el Universo de Strassera, nos presenta el perfil humano del fiscal, que nombrado durante la dictadura, ha de recabar las pruebas para demostrar lo que todo el mundo sabía, porque lo habían vivido. 

El mal es posible, ya lo sabe, porque otros consienten que suceda. Porque se sirve de la complicidad de los cobardes, de los aprovechados, de los mediocres que, pudiendo ser justos y valientes, eligen callar ante las atroces injusticias. 

La importancia de contar con el apoyo de su mujer, inteligente, valiente y pilar fundamental de Julio César. Como su hijo, quien desde los ojos de la infancia puede ver lo esencial, lo sencillo, lo fundamental. Cómo enfrentarse a los miedos. Cómo no quedarse paralizado. Cómo, sabiendo la verdad, hay que sacar energía de donde sea para no cejar en el empeño de defenderla. El motor humano tan fuerte y tan frágil que, cuando no desfallece, siempre gana. La clave de la juventud como herramienta indispensable para reconstruir, libres de ataduras, libres de deudas, acreedores de un futuro que necesitan para vivir se explica en la configuración de un equipo de soporte para el trabajo de Strassera. Su mano derecha, Luis Moreno Ocampo, de 32 años, que jamás había participado en un juicio, encarna la virginidad como elemento indispensable para plantar cara a los entramados del poder militar dictatorial. 

El giro que nos ofrece la historia real de su madre, ferviente devota de Videla que no pudo quedar impasible ante el testimonio de una profesora universitaria que relató cómo dio a luz maniatada, con los ojos vendados, en un coche policial, sin ayuda, mientras su bebé colgaba del asiento sujeta por el cordón umbilical durante cinco horas. Y cómo después los policías le hicieron a la mujer limpiar el asiento del coche. Una declaración desgarradora, que nos asoma a lo que los monstruos pueden ser capaces de hacer cuando se sienten impunes.

La película nos muestra un proceso que, aplastado por la tradición, las consignas, el puño de hormigón de “los vencedores”, las verdades oficiales, tuvo que recurrir a la búsqueda de la verdad de las gentes. Al relato en primera persona de la experiencia vivida. Esa que los tramposos siempre pretenden aplastar, enterrar entre papeles absurdos y pintar con difamación para destruir el mensaje. Acompañar a Strassera en su proceso de demostración de la verdad, sabiendo y conociendo la necesidad, por justicia, de que lo ocurrido no cayera en el olvido de la historia; y empujar junto a él a que la Justicia se impusiera es el elemento motor de la película.

¿Cuántos recordarán otros juicios y comportamientos en diferentes lugares del mundo al verla? Muchos. Y por ello es importante remarcar, como perfectamente hace el director, que la historia fue real. Y lo consigue gracias a los magníficos detalles llevados hasta la exacta reproducción: imágenes reales que se solapan con la reproducción dan más fuerza todavía al guion. La inmejorable caracterización de cada personaje, cada escena es un trabajo realmente encomiable. El escrito de calificación del fiscal consiguió entonces arrancar los aplausos del pueblo argentino, así como de tantos países que observaron un hecho histórico. Un discurso, el del fiscal, que puso por encima de cualquier otra cosa la denuncia de los comportamientos contrarios a la moral y la ética más fundamental. Comportamientos que aún hoy detectamos entre quienes nos gobiernan, en distintas latitudes. 

Y es que a pesar de que Strassera pusiera el broche de oro con aquel “Nunca más”, arrancando los aplausos entonces y haciéndolo a través de Darín ahora, seguimos contemplando la impunidad de tantos malvados, que deben quedar en evidencia una y otra vez para que, quienes son como la madre de Moreno Ocampo no tengan más remedio que hincar las rodillas ante la evidencia. 

El mal es posible, ya lo sabe, porque otros consienten que suceda. Porque se sirve de la complicidad de los cobardes, de los aprovechados, de los mediocres que, pudiendo ser justos y valientes, eligen callar ante las atroces injusticias. 

Argentina, 1985 ofrece la posibilidad de asomarse a la Historia para hacer un análisis de conciencia en el presente. En mano del espectador está, como siempre, aprovechar la experiencia para que no vuelva a suceder.