No hay juicio sobre personas en lo que sigue. No me corresponde a mí hablar sobre las mujeres que toman la decisión de abortar, ni sobre las personas que se lo aconsejan como “solución”, ni tampoco sobre los médicos que de forma necesaria participan en la acción. Después de aquella memorable Million Dollar Baby, cosida en torno al dilema moral de uno de sus protagonistas ante la petición de la otra para que le ayude a morir, puedo aún menos que antes. Solo un Ser nos puede juzgar y sé que lo hace desde el amor infinito con que contempla a sus criaturas, tan falibles como partícipes de la divinidad. Esto que escribo pretende ser otra cosa: una reflexión compasiva sobre el legislador de nuestro tiempo y su incapacidad para recordar que las normas que crea deben ser generales y abstractas, pensadas para el conjunto de las circunstancias en que pueden afectar el devenir de las generaciones sobre la que se aplican y en la medida de lo posible entretejidas a la ley natural que nos gobierna. Es una apelación a nuestra coherencia como humanidad y pido perdón desde ya a quienes crean que digo poco o que digo demasiado; esa suele ser la consecuencia de hablar.

En el ámbito civil, aun en la conciencia de que el feto no tiene personalidad jurídica, en la medida en que es una persona en potencia, se han atribuido desde siempre algunos derechos o protecciones a su expectativa. De hecho, se le llama nasciturus, participio de futuro del verbo nasco, y en el concreto ámbito de la herencia, él es el destinatario de los bienes de quienes le engendran, si finalmente llega a nacer. Pero sin desdeñar esa norma, otra coetánea legislación actual reduce el feto a la categoría de objeto prescindible en la medida en que la gestante, y solo ella, decide que así sea. La libertad de la mujer requiere esa conceptualización: entender el feto de otro modo conduciría a la mujer al bloqueo emocional, pues, en el fondo, ¿cuál es la diferencia entre su latido a las 10 semanas o a las 30? Por otra parte, entender que solo ella toma la determinación (ahora ya sin necesidad de plazo para reflexionar) no solo es incoherente con la repulsa que producen la prostitución o la gestación subrogada, en las que la madre también decide sola, sino que además expulsa del debate al coautor necesario de la gestación en todos los casos en los que el embarazo no ha sido deseado: un padre que solo lo será si la madre quiere, cosa harto curiosa si tenemos en cuenta que, como convendrían quienes adoptan, la parte más importante de la progenitura no es el embarazo, sino la crianza, y a pesar de lo cual el hombre que, si la madre quiere, será padre, no puede optar en ningún caso a terciar en el tema. Ahora bien, si ella decide, él se verá abocado a cuidarlo y alimentarlo durante las décadas en que se considere que no puede valerse por sí mismo.

Quienes afirman con razón que la mitad de los abortos se producen en contextos económica y laboralmente hostiles para las futuras madres no plantean políticas familiares que palíen el triste envejecimiento demográfico y convenzan a las gestantes de que lo que han creado es a la vez su suerte y nuestro futuro

La paradoja deriva de entender que solo está en juego la integridad de la madre y su deseo de serlo o no serlo. Ella decide incluso en momentos vitales en los que aún está sometida a la tutela de sus padres, y con una libertad que no tiene para hacer una excursión con el colegio, comprar tabaco o alcohol y, al menos por ahora, votar a quienes luego, en su representación, hagan leyes como ésta. ¿Por qué, aceptando todos que un embarazo no deseado es un fracaso individual, se opta por colectivizar sus “soluciones” para evitar que la gestante se sienta culpable? El sistema dialoga con ella en términos alejados de la verdad: “interrumpir el embarazo” es en realidad decidir sobre la vida, como lo es respecto de la muerte proporcionar al doliente las dosis de fármacos que le permitan “acabar con dignidad”. Pero en el fondo no se trata, como en tantas otras leyes, sino de alejar el remordimiento de nuestras acciones. Si es legal, ¿por qué mortificarme? Si se puede, ya no soy culpable, ni siquiera responsable, solo un ser que quiere, y está legitimado para vivir sin sufrir. La sociedad del no dolor, ya físico, ya psíquico, a cualquier precio.

Pero la vida no es solo eso, ni siquiera sobre todo eso. Como demuestran quienes cada día dan muestras de altruismo acompañando enfermos, consolando a quienes están solos, socorriendo en el peligro, la vida también es servicio, solidaridad y sacrificio. Quienes les alaban y juzgan como inmoral ese capitalismo al que acusan de provocar pobreza, muerte y miedo, al tiempo hacen bandera de la libertad empoderada de quien no quiere asumir compromiso alguno. Quienes afirman con razón que la mitad de los abortos se producen en contextos económica y laboralmente hostiles para las futuras madres no plantean en este caso políticas familiares que palíen el triste envejecimiento demográfico y convenzan a las gestantes de que lo que han creado es a la vez su suerte y nuestro futuro. Nadie les dice que su decisión las acompañará el resto de su existencia, y que la apuesta por la vida debería considerarse un tangible económico de primera magnitud, si es que optamos por obviar la clave ética. Quizá podrían consumirse recursos públicos en decir a las gestantes que no quieren ser madres que traigan al mundo sus criaturas para otros, si de verdad no las quieren cuando nazcan, pues evitaran tanto vientre de alquiler usado en países pobres para proveer progenituras a la carta. Dos tristezas solventadas de golpe, un golpe de timón a nuestra desnortada civilización que queriendo alejarse del dolor solo consigue incrementarlo, como demuestra nuestra creciente fragilidad mental. Repito, no es contra nadie, ojalá se lea como lo que es: una apuesta por vivir.