La Corte Europea de Justicia es al Tribunal Supremo lo que el niño al emperador en el cuento de su nuevo traje. Le ha espetado aquello que pocos se atrevían a decirle, quedando expuestos a acabar reprendidos públicamente, arrastrados por esa plaza de pueblo en que se ha convertido la opinión publicada española: que va desnudo y que la ley nos obliga a todos, también a quienes la interpretan y aplican; a sus más altos magistrados con más razón.

Aunque ahora se pretenda convertir la necesidad en virtud y se insista en que fue el propio Tribunal Supremo quién promovió esta cuestión en interés de la ley, lo cierto es que lo hizo porque creía que le iban a dar la razón y para cubrirse ante la eventualidad de que la sentencia acabe en Europa. Si tanto le hubieran preocupado la ley y los derechos de Junqueras, no se habría precipitado a dictar su fallo sin conocer el dictamen de los magistrados europeos.

El Supremo puede empeñarse en actuar como si la sentencia no cambiase nada. Puede incluso apuntarse a la misma ilusión toda la Justicia española —no parece casualidad que se condene al president Torra por desobediencia justo el mismo día, se trata de dejar claro quién manda aquí—. Pero lo cierto es que ha pasado. Contrariamente a su costumbre, el Tribunal Europeo ha ido más allá que el propio abogado de la UE y ha querido dejar bien claro, no sólo que Oriol Junqueras goza de inmunidad, sino que la misma tiene y ha de tener efectos actuales.

El primer deber del Supremo debería consistir ahora en reparar la injusticia por él perpetrada

No se trata de una “mera cuestión procesal”. Se discutía algo tan nuclear para la democracia como el ejercicio y los límites que se pueden imponer a un derecho político fundamental: el derecho de representación. Y al Supremo se le ha dicho que no ha respetado y ha violentado su ejercicio. Cuesta imaginar un pecado mayor para cualquier tribunal democrático.

El primer deber del Supremo debería consistir ahora en reparar la injusticia por él perpetrada. Por el bien de la propia Justicia, en aras de tratar de recuperar prestigio institucional enmendado de la manera más efectiva sus desafueros, debería poner en libertad a Oriol Junqueras, tratándole como el europarlamentario que es, mientras comunica al Parlamento Europeo su situación y solicita o suplica que se le levante la inmunidad y el legislativo comunitario emite su respuesta. Otro tanto cabe decir con respeto a Carles Puigdemont y Toni Comín, eurodiputados contra quienes no se puede actuar ya de manera alguna sin que el Parlamento Europeo levante previamente su protección.

En el caso de Junqueras, constituiría una verdadera indecencia que el Supremo utilizara una sentencia que jamás debió haber dictado sin resolver antes la cuestión de la inmunidad para anular los efectos de esta. Parece también que en el alto tribunal consideran que no deben pedir el suplicatorio porque la ley española no lo exige cuando el representante resulta electo durante un proceso. Pero la ley española también decía que había que ir a jurar la Constitución para ser eurodiputado y ha resultado que no.

Esa debe ser la posición de la Abogacía del Estado, que ya en junio se manifestó en línea con el veredicto de la Corte Europea. Si hace otra cosa, además de contradecir la doctrina de sus propios actos, sólo podrá explicarse en función de la presión ambiental de la derecha española. Su posición no debería, pues, interponerse como un obstáculo para que continúen esas negociaciones entre socialistas y republicanos de cara a la investidura que tan bien parecen sentarle, en términos demoscópicos, al independentismo; de acuerdo con los datos del CEO hecho público el viernes. Lo que haga después la sala segunda del Supremo será cosa de la conciencia y el sentido de la justicia de sus magistrados.