Hace muchos, muchos años, en una galaxia muy, muy lejana, cuando servidor cursaba Derecho en la Universidade de Santiago de Compostela ―USC― y hacía sus primeros pinitos en la agitación estudiantil, tuve la suerte y la desgracia de dedicar un buen número de horas a interminables asambleas donde se pedía la palabra sólo para alargarla, que la mayoría se fuera a comer y votasen solo los nuestros. En todas aquellas intervenciones dilatorias el tema central acostumbraba a ser la unidad.

Las apelaciones a juntar esfuerzos, mantener prietas las filas y no perder de vista el gran objetivo común resultaban constantes entre los oradores... tras haberse despachado a gusto con las deslealtades, miserias, traiciones, errores y colaboracionismos imputados a los demás; a menudo con el entusiasta apoyo de un nutrido coro de fieles siempre prestos a subrayar o rechazar con palabras más gruesas las bizantinas acusaciones del interviniente de turno. La unidad era la coartada, no la estrategia. Como siempre sentenciaba un querido camarada de aquellos años ante momentos así: moriremos todos de tanta unidad.

Todos sabemos que ambos están esperando el momento procesal oportuno para poder disolver el Parlament, convocar elecciones y que sea el electorado quien dé o quite razones

El independentismo confronta hoy un riesgo muy semejante al de aquella muerte por exceso de unidad. Ya no se trata de una herramienta para conseguir unos objetivos comunes. Se ha convertido en un arma arrojadiza que se lanza contra la cabeza del otro cuando no se comporta como te conviene. Se invoca cuando a ERC o a JxCat les sirve para sus propósitos, pero la ignoran cuando respetarla les obliga a renuncias. No sirve para trabajar con el otro, sólo para tener atado al otro.

JxCat y ERC conforman hoy uno de esos matrimonios a los cuales sólo mantiene unido la necesidad de pagar la hipoteca. Conservan las formas casi con tanta dedicación como mantienen las distancias. Se comportan con decoro. No se humillan en público más de lo estrictamente necesario para evitar pagar de más o perder derechos de uso o habitabilidad, como en el caso de la Diputación de Barcelona. Pero, en el fondo, ambos están deseando vender la casa, salir por piernas y reiniciar su vida sin ataduras, viajando a esos sitios donde siempre habían querido ir y haciendo esas cosas que antes no podían hacer porque el otro no quería.

Todos sabemos que ambos están esperando el momento procesal oportuno para poder disolver el Parlament, convocar elecciones y que sea el electorado quien dé o quite razones y decida quién debe ir primero y quién segundo. Es lo mejor de estos matrimonios unidos por la hipoteca. Duran exactamente lo que se tarda en pagar los plazos o vender el piso. Ni un minuto más. Empeñarse en mantener la ficción no produce más que daño.