Hubo una vez en que los programas electorales eran muy importantes en una campaña; tanto, que las propuestas incluidas en ellos marcaban la agenda durante varios días. Hubo una vez en que los partidos llenaban recintos de aforo importante durante quince días porque los ciudadanos querían escuchar, e incluso tocar, a los líderes políticos. Hubo una vez en que la gente veía en los candidatos que eran cabeza de lista e hipotéticos aspirantes a presidentes de gobierno la solución a sus problemas. Hubo una vez en que la televisión se limitaba a seguir la campaña electoral, no a secuestrarla y a convertir a los políticos en showmans o animadores de espectáculos para conseguir la mayor audiencia posible, generalmente en programas de telebasura.

Hubo una vez en que se discutía acaloradamente sobre medidas económicas, programas sociales, sanidad, educación, infraestructuras, creación de empleo, política cultural, inversión en I+D y tantas otras cosas que dan la medida exacta de la ambición de un país. Hubo una vez en que España se consideraba con derecho a intervenir en política exterior con una mínima agenda propia, bien fuera Sudamérica, Marruecos, Cuba u Oriente Próximo. Hubo una vez en que no se hablaba de pasado sino de futuro; que los referentes no eran Adolfo Suárez y la Constitución del 1978, sino alcanzar un país abierto que algunos definieron como la España plurinacional. En fin, hubo una vez en que había un mínimo respeto a los resultados de las elecciones anteriores y las formaciones políticas jugaban en condiciones parecidas su presencia en prensa, radio y televisión.

Porque de eso también van las elecciones del 20 de diciembre, aunque el mapa político y mediático español, en medio de una campaña pensada para la televisión, trate de secuestrarlas y convertir el tablero electoral en una cosa a cuatro entre partidos españoles que no superaría el más mínimo control de objetividad de un ente público objetivo. Pero claro, también hubo una vez en que Atresmedia y Mediaset no querían –y no podían– decidir el voto.