En un libro que hace años escribieron Luca y Francesco Cavalli-Sforza se preguntaban quiénes somos, y desarrollaban, en una historia tan interesante como fácil de seguir, la diversidad humana. Siempre es bueno releerlos, pero sobre todo en días de exaltación de "verdades incontrovertibles y eternas". Nos advertían que a "la especie humana el concepto de raza no le sirve para nada". Y podemos compartir lo esencial de su verdad, añadiendo que, como mínimo, no sirve para nada bueno. A las personas preocupadas por la "pureza de la raza" los Cavalli-Sforza les explicaban que el intento de conseguirla, como ha demostrado la historia, era "muy poco atractivo". Contraviniendo las leyes humanas, si se hiciera alguna cosa parecida a un programa de cría seleccionada entre macho y hembra que fueran parientes muy próximos, durante las treinta o más generaciones necesarias para eliminar el máximo de polimorfismos, se acabaría en la esterilidad. Y antes, en enfermedades degenerativas que podrían ser mortales. De hecho, nada nuevo ni que no encontremos en la historia.

Cuando el año 1700 el último rey Habsburgo en el reino de España, Carlos II, murió sin descendencia, se extinguió también su dinastía. El problema lo originó la consanguinidad en una época que las alianzas políticas se sellaban con uniones matrimoniales. Y de aquí, el desastre: la práctica de matrimonios entre tíos y sobrinas o entre primos hermanos no consiguió que se mantuviera el poder dinástico: llevó al final de la dinastía. Sus sucesores en el trono, los Borbones, no cayeron en la misma trampa. De hecho, la historia de muchas dinastías no se entiende sin la intervención de sangre nueva en las familias. Un fruto de este "rescate" parece ser Alfonso XII, hijo de Isabel II y quizás de un tal Enric Puigmoltó, militar valenciano, antepasados todos ellos, si fuera el caso, de Felipe VI.

Hay que poner límites a la intolerancia. Hay que hacer políticas de salud en todas las políticas, y entender cuán profunda es la propuesta

Volviendo a aquello que más interesa, los Cavalli-Sforza insisten en que el racismo sería una desviación previsible de un síndrome mucho más amplío como es la xenofobia, entendida como miedo u odio a los extranjeros o a los que son diferentes. En este último caso, encontraríamos proximidades preocupantes con la misoginia o la homofobia. Para todas estas patologías, por suerte, existen terapias. Solamente hay que tener la voluntad de ponerlas en marcha: desde una educación como herramienta preventiva fundamental, hasta el establecimiento de líneas rojas firmes e inamovibles, que no cedan ni un milímetro frente a los embates de las organizaciones de extrema derecha que hacen del odio a los "otros" su razón de ser y el germen destructor de la convivencia en democracia. Se tendrían que crear, como ha pasado en otros países europeos, cordones sanitarios en política, y preservar las instituciones (y las asociaciones y organizaciones sociales) de populismos, hipocresías y paternalismos excluyentes.

En el reino de España comienza a ser urgente hacerlo. Aliada a la mediocridad y a un provincianismo incapaz de hacer frente a los retos que toca, la herencia franquista está permitiendo nuevas amenazas en tiempos de pandemia que aprovechan los del orden sin ley, o los del derecho del enemigo para aumentar las mentiras y el miedo. Nos damos cuenta de que la razón y la sensatez pierden pie mientras los que nunca han sido demócratas ni han querido la democracia, se apoderan de parlamentos y gobiernos y envenenan a su entorno. Catalunya, ahora, aquí, y antes de las próximas elecciones, podría ser de nuevo pionera en pactos de convivencia y en el compromiso de acción pacifica y decidida frente los excluyentes.

Hay que poner límites a la intolerancia. Hay que hacer políticas de salud en todas las políticas, y entender cuán profunda es la propuesta. Y no fingir que abrimos nuestros puertos a los refugiados, ni mentir en pancartas de bienvenida, si la pobreza y la xenofobia siguen siendo el gran cobijo de la discriminación, y si negamos el acceso a la enseñanza, al sistema de salud, a una vivienda digna o a un trabajo con un sueldo decente, si mantenemos, encubiertas o no, las reservas del mercado de trabajo de espaldas a la acción de los sindicatos... Las vidas negras (o de cualquier color) importan si nos importan todas las personas, sea cuál sea su edad, sexo, origen, condición social, y aseguramos que nuestras instituciones (ayuntamientos, diputaciones, Parlamento) hacen las políticas que aseguran derechos y bienestar sin exclusiones.

Por eso, en un día como hoy, no podemos cerrar los ojos a nuestros muros de exclusión. En un día como hoy, desde el compromiso social, tendríamos que tener conciencia de que no hay nada que celebrar y sí mucho para corregir y aprender. Y más, mucho más, para construir y hacer.