El intenso debate que se está viendo en torno no ya a la promulgación de una futura ley de amnistía, sino sobre su alcance, no nos debe arrastrar a aceptar como correcto aquello que no lo sería. Sería ética y políticamente un error que una ley de estas características se centrase, exclusivamente, en la reparación de aquellos que hemos sido víctimas de la represión relacionada directa e indisolublemente con el referéndum del 1 de octubre. No solo han de amnistiarse esos hechos, también los reivindicativos y de apoyo al independentismo posteriores a la propia celebración del referéndum. En esto creo que todos estamos de acuerdo, pero, además, una amnistía real, no simbólica, ha de ir más lejos e incluir los actos atribuidos a todos aquellos que, por ser quienes son, han sido víctimas de una represión devastadora articulada a través de lo que se ha dado en llamar lawfare.

Llevamos años sosteniendo que la represión no solo se dio respecto de la propia celebración del referéndum, actos relacionados directamente con su preparación, celebración y reivindicación, sino que fue mucho más allá y extendió sus tentáculos a un amplio sector del independentismo —y su entorno— mediante el espurio uso de un instrumento tan siniestro como el lawfare, que, entre otras muchas cosas, se caracteriza por construir persecuciones basadas, incluso, en hechos inciertos y por criminalizar comportamientos absolutamente legales.

El denominado lawfare no fue siempre coetáneo al referéndum, sino que se usó, posteriormente (en muchas ocasiones, significativamente, contra las mismas personas espiadas por Pegasus), como instrumento represivo con el objetivo de atemorizar y desmovilizar al independentismo a través de golpear policial y judicialmente a un número elevado de independentistas sin cuyo trabajo hoy no estaríamos donde estamos: negociando con el Estado una solución política a un conflicto claramente político. 

Si nos atenemos a las cifras, veremos como la mayor parte de la persecución sufrida por el independentismo surgió con posterioridad al 1-O y se centró, especial y específicamente, en aquellos que no teniendo una relación directa y material con el referéndum era necesario neutralizar para minar la estructura organizativa del independentismo y del exilio. 

Si nos atenemos a los casos, veremos como un destacado profesor, Josep Alay, pasó de ser un respetado académico a un connotado delincuente con hasta cuatro procedimientos penales en su contra y, también, como honestos y patriotas mossos han pasado de la ejemplaridad a la delincuencia por el solo hecho de proteger al president Puigdemont.

Si nos centramos en las acusaciones, comprobaremos como el elenco de delitos va desde la revelación de secretos hasta el blanqueo de capitales —que se imputa a muchos en el juzgado de instrucción 1 de Barcelona— pasando por otra serie de ofensas como son la prevaricación, la malversación y cuantas calificaciones jurídicas han considerado oportuno emplear en contra del independentismo.

La amnistía debe ser un punto de partida, pero qué punto de partida va a ser si se parte excluyendo gente y abandonándola a su suerte o, peor aún, hundiéndole sus posibilidades de defensa?

Estas personas, y por estos hechos, son las que también tienen que ser protegidas mediante una ley de amnistía, porque de no hacerlo, estaremos ante una suerte de amnistía fake o meramente simbólica, dirigida a unos pocos, especialmente políticos de primera y segunda fila, pero no al conjunto de los represaliados. Por tanto, han de amnistiarse, también, los actos que les son atribuidos a estas personas.

Proteger a todos los represaliados, repararlos mediante una amnistía, ha de ser una de las líneas rojas que, de traspasarse en una negociación, conllevaría una renuncia imposible de justificar. Pero no solo se trata de proteger a los cientos de represaliados surgidos con posterioridad al referéndum, sino, también, que la ley tenga una estructura que impida que se transforme en una norma vacía de contenido o ineficaz por dejar al arbitrio judicial su aplicabilidad. Una norma eficaz es aquella que contiene un mandato, expresivo de la voluntad del legislador, que impida ser cambiada por la voluntad de jueces y tribunales. 

Las normas de la ley de amnistía tienen que ser lo suficientemente claras y taxativas para que el margen de interpretación, y aplicación, no dé pie a la arbitrariedad o a un posicionamiento político por parte de jueces y tribunales. Cualquier precaución, como vimos con la contraproducente reforma penal de la malversación y de los desórdenes públicos, es poca.

No se trata de poner nombres y apellidos en la ley, ni mucho menos, sino que incluya los actos atribuidos espuriamente a quienes han estado batallando para mantener vivo el independentismo y a los que mucho se les debe por el sacrificio asumido en estos últimos seis años; cualquier otro entendimiento del problema entra en el plano de la deslealtad. Pero, es más, la exclusión de actos y personas de la ley de amnistía no solo conlleva privarles de protección a ese ingente número de afectados, sino, además, privarles de una parte esencial de sus respectivas defensas. Lo que quedará es que si no son amnistiados, es porque la persecución que sufren no es de índole política, sino, simplemente, porque han cometido graves delitos.

Para que no nos confundamos: si a esos represaliados se les excluye de la amnistía, entonces no podrán alegar nunca, ante ninguna instancia interna o internacional —TEDH, TJUE, ONU— la persecución política, porque el argumento en contra sería siempre el mismo: hubo una ley de amnistía de la que fueron excluidos, por tanto, no cabe decir que son perseguidos políticos o víctimas de lawfare. El golpe será de tal intensidad que les privará el derecho de defenderse ante acusaciones atroces, afectando, además, a sus respectivos derechos al honor y la propia imagen. Pero no solo para ellos será un golpe, también para el propio independentismo, que habría, así, renunciado definitivamente a una de las principales banderas que ha esgrimido durante estos seis largos años de inmisericorde represión.

La futura ley de amnistía, si llega a ver la luz, tendrá que enfrentarse a un sinnúmero de dificultades, cortapisas y evaluaciones, pero lo que no debe ni puede hacerse es que los primeros filtros que no supere sean los de la ética y la coherencia porque, por razones de otra índole, se haya renunciado a defender a los propios dejándose abandonada a mucha gente cuyo único y auténtico delito ha consistido en ser independentistas o apoyar el derecho de autodeterminación que tenemos los catalanes.

Desconozco qué ha pactado ERC con el PSOE, pero, a la vista de cómo negociaron la reforma penal de 2022 y del intenso debate de estos días, sin duda, ese pacto permite dejar fuera a todas las víctimas del lawfare, transformando ese concreto proyecto de ley en un instrumento más simbólico que real o efectivo.

La amnistía debe ser un punto de partida, pero qué punto de partida va a ser si se parte excluyendo gente y abandonándola a su suerte o, peor aún, hundiéndoles sus posibilidades de defensa, porque, como he dicho, si se les excluye de la ley, nunca más podrán alegar haber sido perseguidos por razones políticas. Negar espacio a los represaliados por el lawfare en una futura ley de amnistía es tanto como aceptar que no ha existido ese lawfare del que venimos hablando y quejándonos todos estos años y esto, sin duda, es algo que resulta inadmisible. En el fondo, amnistía sí, pero una en la que nadie se quede fuera.

Técnicamente, es perfectamente posible delimitar un perímetro de la amnistía que incluya estos supuestos sin riesgo de que conductas ajenas a la batalla por la independencia se incluyan. Quizás nos tendríamos que preguntar si la renuencia de los socialistas y el desdén de algunos se debe a que la mayor parte del lawfare se ha realizado durante la presidencia de Pedro Sánchez y el apoyo de ERC al gobierno más progresista de la historia. 

 

Josep Pagès i Massó, exdiputado de Junts per Catalunya en el Congreso de los Diputados