(...) Disfrutar es el heredero de una cocina que abrió el país al mundo, pero es un restaurante sin paisaje, una caja registradora vestida de diseño cosmopolita, escondida en unos bajos de la calle Villarroel. Pasado el primer entusiasmo, incluso Salvador se distanció, aunque ahora elogia restaurantes que, solo por el vacío del nombre (Come, Enigma), ya ves que tampoco aguantarían el éxito porque no representan nada, más allá de las ganas de brillar y de ganar dinero con la historia de los otros. Pensé en ello hace unos días volviendo de Casa March, el establecimiento que el sobrino de Jesús del Rio ha abierto en Flix. Jaume aterrizó en Barcelona cuando el ecosistema que Salvador supo aprovechar y enriquecer tan bien empezaba a decaer. Cuando empezó a trabajar en Comerç 24, hacía tiempo que Carles Abellan había perdido la cabeza y que la fuerza evocadora de la cocina catalana iba desvaneciéndose. De hecho, enseguida pasó a trabajar en el Shunka de Hideki Matsuhisa, un señor que hoy es más conocido que cualquiera de los chefs que he mencionado, si exceptuamos a Ferran Adrià.
La comida en Casa March me hizo pensar en las comidas de los buenos tiempos de Salvador. Pero, sobre todo, me recordó una conversación que tuve con Abel Cutillas en otoño de 2018. Cuandopreparábamos el asalto al Ayuntamiento de Barcelona con la candidatura de Jordi Graupera, Abel me dijo, un día que hacíamos un gin-tonic cerca de la facultad, en una coctelería del Raval que nos había ayudado a escribir los primeros libros: "Si eso sale mal, yo siempre me puedo ir a Vinaixa, pero vosotros dos no podréis volver a ningún sitio". Ahora él está en París, yo estoy en El Masnou, y Jordi se arrastra por Barcelona como un alma en pena. Diana está en Dinamarca, igual que Manel Berga, que también trató de contribuir en el proyecto. Xavier Servat, que vivía en Sarrià, ahora vive en Sort sin teléfono. El Roger Mallola se ha vuelto a encerrar en el piso de Enric Granados donde ya vivía fortificado cuando lo conocí. Anna Punsoda también ha vuelto al pueblo, mientras que Bernat Dedéu pasa tantos días como puede en el Empordà, en una casa de su padre.
El asalto falló, y la madre se murió después de ver cómo los políticos convertían la lucha de su vida en una tomadura de pelo. "Me sabe mal, chico", me dijo la misma noche electoral con un fatalismo que entonces ya me pareció una especie de murmullo de ultratumba. Con el dinero de la herencia me he comprado un coche y de vez en cuando bajo a Barcelona a ver a los conocidos que me quedan. La ciudad se me hace antipática. Los rincones que resisten la presión de la ruptura me recuerdan a los pisos momificados por la dictadura que los padres me obligaban a visitar cada Navidad con la excusa de la familia. Desconozco los motivos que llevaron a Jaume a marcharse de Barcelona, pero sospecho que no son muy diferentes de los míos. Cuando Jesús me lo presentó enseguida me reconocí en su aire de hombre solitario que intenta volver a empezar un poco magullado. Quizás es una proyección, pero me parece que si Jaume ha montado un restaurante en Flix es porque también ha sufrido, como todos nosotros, las consecuencias de la derrota del país.
De hecho, pasan los años y el sálvese quien pueda no se detiene. Marina, que llegó a Barcelona cuando empezábamos a preparar la candidatura de Jordi poco después del 1 de octubre, se acaba de marchar con el doctorado hecho y una familia empezada. Mònica Pagès, que vivió 20 años en la Calle Petritxol para estar cerca del Liceu y del Palau de la Música, ha emigrado al Ripollès y escribe más artículos de naturaleza que de música. Àstrid Bierge pasa más tiempo en València que en su piso de Ciutat Vella. Josep Lluís Fontanella hace vida entre Estambul y Camprodon y no veo que se añore del Eixample. Jesús del Rio, que vive junto a aquel piso de Anna Punsoda que visité tantas veces medio hipnotizado, a las tantas de la noche, solo piensa en restaurar la casa de El Masroig. Albert Anguera tampoco se quiere morir en Barcelona. Cuando acabe de arreglar la casita que se compró con vistas al monasterio de Poblet, dejará el piso de Hospital Clínic —junto al que vendí— y adiós Barcelona.
Exceptuando a Borja Vilallonga, que pasó por Nueva York y Austin antes de trasladarse a Llagostera, yo fui el primero en huir de la ciudad. En media pandemia cogí cuatro trastos y me planté en El Masnou. Durante unos meses me pareció que me escaparía de la derrota. En el plano físico estaba hecho unos escombros porque, poco después de la derrota electoral, me volví a romper, como me ha pasado siempre que me ha hecho falta un motivo de peso para reinventarme. El accidente se puede leer en clave metafórica y eso le daba un sentido cósmico. Exactamente como si hubiera necesitado liberarme de los sentimientos que me oprimían desde antes del 1 de octubre —quizás desde que se acabó la historia que Andrea omite en su libro—, me lancé a una piscina que era menos honda de lo que creía y de lo que había estado, objetivamente, años atrás. A pesar de las consecuencias del porrazo, tenía la cabeza fría y estaba contento —no me había quedado inválido y tenía el amor de Diana. La casa de El Masnou tiene una puerta fuerte y, cuando la abres, chirría y te hace resoplar. Parecía que me podría encastillar aquí y enarbolar bien alta mi bandera, pero todavía no habíamos tocado fondo. A medida que la miseria de los políticos llegó a la calle, el país se fue convirtiendo en un manicomio.
Cuando se vio claro que no habría independencia, valores que parecían indiscutibles se cambiaron hasta extremos que hoy ya son difíciles de explicar. De repente, todo el mundo se puso a trabajar para intentar hacer ver que la nación catalana era un invento enfermizo de la política; un poco como hizo el franquismo con la lengua, pero con más sonrisas y subvenciones. Mientras Jordi Vilà se reivindicaba escribiendo un Manual de autodefensa de la cuina catalana, Salvador miraba de deshacer, en los restaurantes de la nueva Barcelona, lo que había hecho en los buenos tiempos de la cocina del país. Ahora, mientras escribo eso, me llega la noticia de que Catalunya ha sido nombrada Región gastronómica del año. Una sesentena de chefs de la Guía Michelin han lanzado una campaña para remarcar "la posición de la región como una destinación gastronómicoa única". The Guardian lo anuncia a toda plana, y La Vanguardia ha llevado a Ferran Adrià y cuatro mitos más de nuestros fogones a fotografiarse en el Palau de la Música. Pero toda pompa es fúnebre.
Barcelona se ha convertido en una ciudad burda y desconocida, y El Masnou cada día me recuerda más al pueblo bajo de techo de mi niñez. Toda Catalunya parece el país empobrecido de hace cuatro o cinco décadas, pero más multitudinario y sobado. No hay referentes fiables, espiritualmente el país es una selva. Roc Milà, uno de los críos que conocí en el curso de escritura que abrí cuando me hicieron fuera de la universidad, ha publicado un libro que parece una versión moderna de Nada, la famosa novela de la Barcelona de posguerra. Roc es más luminoso que Carmen Laforet porque escribe en catalán, y porque no ha sufrido el destrozo de las bombas. Pero el libro explica la historia de un joven triste y cínico que intenta encontrar trabajo de portero en una finca señorial del siglo XIX. El listón ha bajado ostensiblemente, desde los buenos tiempos de la cocina catalana, y el escenario central del libro es un bar de sillas de aluminio como los que llenaron la ciudad durante el franquismo. La luz que pasa por el libro de Roc es inquietante y nueva porque no se entiende sin el asesinato que el protagonista comete para conseguir el trabajo de portero.
El margen entre las verdades que te acosan y las mentiras que te vacían cada día es más estrecho. La desproporción entre los medios y los objetivos, entre las cosas que tienes que hacer para estar contento y los resultados que consigues, se va haciendo peligrosamente grande. Yo mismo, de momento no he matado a nadie, pero no he dudado en apuñalar retóricamente a algunos de mis mejores amigos. Para defender cosas que me parecían imprescindibles, he dejado pasar situaciones que me han hecho daño y que, probablemente, arrastraré toda la vida. Desde El Masnou, he visto a todo el mundo de demasiado cerca y no puedo decir que haya hecho nada —o demasiado nada— por accidente o por error. Por si acaso, el cuerpo insiste en hablar conmigo. De joven, la obligación de someterme a la familia y a la escuela me hacía salir eccemas en las rodillas; ahora los eccemas me empiezan a salir en los dedos de las manos. Es como si el cuerpo me alertara del material tóxico que remuevo cada día para escribir —o como dijo Diana: que estoy demasiado atado a los purgatorios del país.
La mezcla de oportunismo y de pedantería que ha impuesto el miedo a quedar fuera del nuevo orden erosiona los vínculos sociales y la transmisión del bagaje colectivo a todos los niveles. Salvador, que podría haber influido positivamente en Jaume y que seguro que ha probado su cocina, ahora está vetado en los restaurantes de Hideki Matsuhisa. No sé los motivos, pero he encontrado un artículo sobre el Koy Shunka muy gracioso que quizás explica algo. Después de elogiar la decoración "occidental" del local, Salvador se lamenta del "furor" que los japoneses sienten por el atún. "Salí del Koy Shunka con aliento a orca", escribe. Y dice que los niguiris de Matsuhisa le recuerdan a las tardes de adolescencia, cuando se colaba en el Aquarama del Zoo de Barcelona para abrazar a la orca Ulises. Con un cachondeo que seguro que arrancaría una sonrisa a Jaume, Salvador viene a decir que Matsuhisa es más genial como hombre de negocios que como cocinero. Yo también sonrío, porque la metáfora de los niguiris me hace pensar en el vaho que satura los artículos de Salvador desde que nos conocimos en el Comerç 24.
Las cabezas más inteligentes y literarias se intentan escapar a través del desprecio aristocrático o del surrealismo, pero el surrealismo y el desprecio aristocrático son salidas gallináceas, a pesar de su brillantez teatral y pasajera. Viendo cómo caen las cosas, es fácil hacerse una idea de por qué el siglo XX dejó tan poca literatura íntima y por qué el franquismo no generó una base de dietarios que explicara la destrucción cotidiana del país. El gris deja inconsciente, atomiza y finalmente normaliza la ignominia. Al final todo el mundo se acostumbra a todo, y después dice progreso. Quizás vale más así porque ir contra corriente sirve de poco si no eres un artista como Gaudí o como Proust, que se jugaron su nombre a todo o nada en el momento que vieron venir el ocaso de su época. Si a mí cada día me cuesta más saber para quien escribo, ¿cómo tenían que encontrar incentivos los catalanes de la dictadura, avergonzados por los muertos de la guerra y por el exilio?
Abel, cuando me escucha pronunciar estos discursos, me dice que tengo que abandonar toda esperanza de casarme. Es su manera de animarme a aceptar el hecho de que la única descendencia que puedo aspirar a tener es intelectual. Me lo dice desde que me conoce, y ahora parece tener más razón que nunca. El otro día, viendo una foto de Roc en Instagram, se me escapó de pensar que los hijos que no son biológicos tienen la ventaja que salen más guapos. Algo que me llama la atención de su libro es que, incluso físicamente, Roc parece extranjero. Supongo que todo el mundo está igual, con la sensación de que el presente no aguanta nada, y que el pasado y el futuro quedan demasiado lejos, en un espacio imaginario grotescamente remoto. El artesano trabaja con los materiales disponibles, mientras que el artista es un creador de realidades, transforma el mundo a través de la alquimia para no tener que hacer media con nada ni con nadie. Yo no tengo naturaleza de ilusionista ni de mártir, y emito con la onda media de los supervivientes mientras espero que el pasado me acabe de disolver o que el futuro me traiga refuerzos y, si puede ser, algún bien de dios.