Nos han conmovido estos días de Navidad las imágenes de los migrantes subsaharianos refugiándose del frío y de la lluvia bajo el puente de una autovía, después de haber sido desalojados por la fuerza del edificio del antiguo instituto B9 de Badalona. El alcalde Xavier García Albiol cantó victoria y se atribuyó el mérito de haber logrado expulsar a los migrantes de allí donde malvivían, a pesar de que no todos desaparecieron del municipio, porque tampoco tenían otro lugar adónde ir.
Albiol ha sido reconocido como un político cruel, sin escrúpulos ni compasión, señalado tácitamente incluso por el papa de Roma, pero siendo todo ello cierto, hay que decir que el alcalde de Badalona no es el único factor que ha hecho posible esta barbaridad que a tantos avergüenza. El alcalde ha sido el principal instigador para dejar a cientos de personas a la intemperie, pero, para que el desalojo lo hayan llevado a cabo las llamadas fuerzas del orden, ha sido necesario previamente que lo autorice primero el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) y, posteriormente, la titular del juzgado número 11 de lo Contencioso-Administrativo. Los jueces también son personas, precisamente encargadas de tomar las decisiones más justas, y han considerado más justo dejar a 400 personas sin techo en pleno invierno que permitir que continúen habitando un espacio ciertamente insalubre e inseguro. Para poder hacerlo, deben regirse por las leyes que han promulgado otras personas, los miembros de las instituciones que han sido elegidos por los ciudadanos.
Cabe decir que en la última resolución judicial se justifica el desalojo como “necesario y proporcional”, dado que existe “una situación de riesgo efectivo para la seguridad colectiva y la salud pública de quienes ocupan sin título el inmueble”, pero el mismo tribunal advierte en esa misma resolución de la necesidad de ofrecer a los migrantes una alternativa residencial, de lo que el alcalde Albiol se ha desentendido, y el desalojo se ha llevado a cabo impunemente y sin consecuencias para quien ha desobedecido el mandato judicial. Pero esto no solo acusa al alcalde. Cuando el alcalde no es capaz de responder, para eso están las instancias superiores. Es la Administración catalana la principal autoridad que tiene asumida la responsabilidad de resolver este tipo de conflictos, pero la intervención de la Generalitat, si es que ha existido, no se ha notado en absoluto, porque tampoco ha sido capaz de ofrecer ninguna alternativa residencial a los desamparados. Y tampoco la Administración del Estado, que, sin mostrar ninguna iniciativa para resolver el problema, sí ha aprovechado para obtener rédito político, denunciando la deshumanización que caracteriza la práctica política del Partido Popular en su principal feudo catalán, que es Badalona. Han tenido que ocuparse de los sintecho entidades de la sociedad civil, como si no existiera un Estado capaz de resolver los problemas de la gente vulnerable y de la gente no tan vulnerable que sufre también consecuencias del conflicto.
Si los resultados electorales avalan la crueldad política de Albiol y Orriols, tendremos que concluir que una parte lo bastante importante de la ciudadanía ha dejado de lado la exigencia moral a la hora de elegir a sus gobernantes
Hay, sin embargo, una realidad que no se puede eludir. Desde hace muchos años, Xavier García Albiol hace ostentación de su falta de humanidad y ha sido precisamente esta actitud la que le ha permitido ganar holgadamente las elecciones en Badalona. Lo mismo está ocurriendo en Ripoll, donde la alcaldesa Sílvia Orriols ha aplicado medidas similares contra migrantes magrebíes y ahora se ha puesto del lado del alcalde más españolista de Catalunya. Habrá que ver cómo se han sentido esta Navidad quienes han votado a Albiol o quienes, según dicen las encuestas, ahora quieren votar a Orriols. Ahora bien, si en ambos casos los resultados electorales avalan su actuación, llegaremos a la conclusión de que una parte considerable de la ciudadanía ha dejado de lado la exigencia moral a la hora de elegir a sus gobernantes. Ahora parece que ya no es necesario que los gobernantes sean honestos: pueden ser crueles con los débiles, pueden robar, pueden legislar en beneficio propio, pueden pervertir el sentido de la democracia… y pueden ganar las elecciones, pero no pueden hacerlo solos. Necesitan cómplices de su amoralidad. Y este es un cambio de paradigma muy evidente que hace saltar por los aires el contrato social por el que el Estado debía sustituir el poder divino otorgado a la monarquía y moralizar la vida pública en nombre del bien común. Sin exigencia moral, no hay bien común identificable.
