En la época que me tocó preparar las oposiciones para acceder a una plaza de profesor titular de universidad, el concurso consistía, entre otras pruebas, en preparar una lección, como si la tuvieras que dar realmente a unos alumnos. Tenías derecho a escoger el tema. Entonces servidor estaba seducido por la historia económica debido a la extraordinaria influencia del profesor valenciano Rafael Aracil, cuyo maestrazgo fue para mí tan imprescindible como el del profesor Josep Termes. Decidí preparar la lección sobre los orígenes y las consecuencias del crac de 1929. Para preparar la clase recurrí, como no podía ser de otro modo, al estudio clásico, El crash de 1929, del economista keynesiano John Kenneth Galbraith, publicado en 1955 (y traducido al español diez años después por Ariel), y que ofrecía una visión más social que economicista de la crisis bursátil que daría lugar a la Gran Depresión.

El libro de Galbraith no solo desentrañaba la importancia en los orígenes de la crisis del boom inmobiliario de Florida o de la “fiebre de oro” que conduciría al desastroso otoño de 1929, sino que se adentraba en los cimientos culturales que habían propiciado la falsa ilusión de unas élites especulativas con el dinero fácil, lo que contaminó el conjunto social. Galbraith huía de las interpretaciones grotescas del crac bursátil para señalar como culpable al comportamiento avaricioso y alocado de empresarios y financieros. La histeria colectiva que hundió Wall Street y expandió la crisis globalmente como una pandemia, indicaba el gran economista, respondía a una mentalidad. Quizás porque Galbraith también escribía novelas, en algún caso muy entretenidas (por ejemplo la sátira del un profesor de Harvard), quiso descargar el peso de la culpa de aquella tormenta a una cultura capitalista muy concreta y no a una repentina y puntual caída de los valores bursátiles. Una confianza excesiva en el azar había impedido una real planificación industrial y comercial.

La irresponsabilidad acabó de rematar aquel mundo descontrolado y dado a la especulación. La crisis duró hasta después de la II Guerra Mundial. Abandoné la historia económica para abrazar la historia social y cultural precisamente gracias a Galbraith y a las lecturas sobre aquella crisis. Me di cuenta enseguida de que los principales damnificados por los vaivenes de la economía son los sectores más débiles de la sociedad y que las crisis están provocadas por una forma egoísta de entender el mundo, la vida y, por qué no, la felicidad. En estos tristes días de pandemia leí un titular en un diario catalán que decía: “El coronavirus castiga más a los afroamericanos en los EE.UU.”, como si ello fuera realmente una novedad. Las crisis se miden con números e índices, pero los efectos los provocan las decisiones humanas, que cronifican las desigualdades y la pobreza. En las prisiones de los EE.UU. están encerrados más presos afroamericanos que caucásicos. Es de la organización social que se deriva todo lo demás. Les recomiendo una serie, Treme (en HBO), ambientada en la Nueva Orleans posterior al destructivo huracán Katrina de 2005, cuando los músicos, los chefs, los indios del Mardi Gras y otros ciudadanos anónimos del barrio de Tremé intentaban reconstruir sus casas, los negocios y su particular cultura en medio de la corrupción política, la discriminación y la violencia policial. Es un fresco social —y musical— extraordinario. Una noche vi un capítulo donde salía Ellis Marsalis, el patriarca de una familia afroamericana dedicada al jazz, y a la mañana siguiente leí que se acababa de morir afectado por el coronavirus. La noticia me conmocionó y me dio en qué pensar.

No habrá sociedad que pueda recuperarse de esta crisis sin fomentar que la razón humanista triunfe sobre el mal

Si las decisiones que tomen ahora administraciones y empresas son precipitadas y solo tienen en cuenta la disminución inevitable de las ganancias, entonces las pérdidas sociales serán de mayor alcance. La depresión durará y el pesimismo no nos devastará económicamente sino, sobre todo, socialmente. Los que ahora toman decisiones drásticas —y apresuradas— arrastrados por el miedo y por la muy mala gestión de la crisis que han demostrado algunos estados —el peor el español, según los observadores internacionales—, pueden profundizar y alargar todavía más la crisis económica. La crisis habrá empezado debido a un virus denominado Covid-19, pero la destrucción social tendrá un cimiento cultural, en este caso el miedo al riesgo, que anulará proyectos y el valor añadido que durante el confinamiento ha mantenido viva la esperanza de salir de él con vida. Ojalá que esta crisis propicie un cambio en la forma de concebir el mundo y superemos lo que va mal, como deseaba el historiador Tony Judt. A muchos científicos les falta el humanismo que habría servido para que compartieran lo que ya sabían desde hace meses. Las ciencias humanas ayudan a dignificar la humanidad.

Mi compañero en la UB, el catedrático de psicología Joan Guàrdia, hace poco publicó un artículo para reflexionar sobre la universidad después de la pandemia. En él concluía que la universidad del día siguiente de la pandemia “tendrá que tener en cuenta prioridades hasta ahora no siempre reconocidas, poniendo una especial atención en las profesiones sociosanitarias”. No lo niego, pero no bastará. Si algo nos ha demostrado esta crisis, al igual que en las crisis anteriores, es que con un pensamiento fallido se acostumbran a tomar decisiones equivocadas. De aquí que para remontar esta crisis sea tan importante invertir en las humanidades —que es tanto como decir en cultura— y en aquellos proyectos que nos ayuden a reflexionar “complejamente” sobre cómo somos y por qué “vivir sin cultura”, como ya se exclamaba Rafael Argullol en 2015, abunda en un malestar simplista. Sin invertir en el fomento de los valores y de la reflexión —seré feliz el día que TV3 dedique La Marató a la investigación humanística—, será imposible recuperar la oferta y la demanda económica. Es necesario un nuevo plan keynesiano que apunte a la reconstrucción de la mentalidad humanista. No será suficiente con haber aplaudido al personal sanitario todas las tardes. La “razón histórica” de Galbraith me convirtió en profesor, pero lo más importante es que me hizo historiador, que es el oficio que me sirve para interpretar el mundo, las ideas y las actitudes pero que está dejado de la mano de dios. No habrá sociedad que pueda recuperarse de esta crisis sin fomentar que la razón humanista triunfe sobre el mal. Sin rosas ni libros somos animales.