Ya ha transcurrido un año desde el intento frustrado de investidura del president Carles Puigdemont. La restitución del president fue el gran reclamo electoral de JxCat y la mayoría de los parlamentarios de la coalición estaban dispuestos a asumir el riesgo de restituir al president depuesto por la imposición del artículo 155. No todos, cierto es, porque la minoría controlada por el PDeCAT más “pascalista” fruncía el ceño sin ningún disimulo, cosa que aprovechó el presidente del Parlament, el Molt Honorable Roger Torrent, para desconvocar el pleno. Todavía me acuerdo del momento en que cinco parlamentarios de JxCat —entre ellos el actual president Quim Torra— que se disponían a entrar en el hemiciclo fueron interceptados por gente de su grupo para evitar que se sentaran junto a los parlamentarios de la CUP para manifestar su disconformidad con la suspensión del pleno. ERC se aprovechó de aquellas horas de desconcierto e impidió lo que habría sido lo más normal: que el president Puigdemont fuera investido. ¿Habría habido más represión? Seguramente, pero ¿dónde está escrito que un combate como este no tendrá consecuencias?

Si la acción política del independentismo depende del grado de represión que impone el gobierno español, no prosperará. Quedará en nada. No quiero decir con ello que se deba provocar la represión, pero está claro que el Estado reprime para reducir la capacidad rupturista del movimiento independentista. Reclamar una solución negociada al conflicto no es incompatible con la presión política y con la movilización para romper la resistencia del Estado a escuchar las demandas del independentismo. El Estado no tiene inconveniente en usar la violencia —la simbólica y la real— para acabar con un movimiento que durante la última década no deja de crecer. Es por eso que ahora que está a punto de iniciarse el juicio contra los encausados independentistas —presos o no—, convendría tener claro que el tuétano de la lucha por la soberanía no es ese. No es conseguir la absolución de los presos. El juicio solo tendrá sentido si los independentistas saben convertirlo en el escaparate para mostrar ante el mundo que es lo que realmente se reclama, que es, ni más ni menos, el derecho a la autodeterminación.

Dedicarse a la política con miedo en tiempos convulsos es, por descontado, un error

Los presos políticos deberían ser absueltos porque no han cometido ningún delito. Actuaron de acuerdo con el mandato popular y las mayorías parlamentarias. Otra cosa muy diferente es que el unionismo haya convertido un acto político en un delito sencillamente porque considere que la unidad de España está por encima de la voluntad popular. Las leyes no están por encima de las personas. Son las personas y su voluntad las que dan sentido a las leyes. Decía Hannah Arendt que la “ley puede, sin duda, estabilizar y legalizar el cambio, una vez que se haya producido, pero, el cambio es siempre el resultado de una acción extralegal”. Si damos por buena esta premisa, está claro que la única obediencia a la que deben someterse los individuos “rebeldes” es a lo que es justo para adaptar las leyes a los cambios. El Estado no solo se manifestará en contra de este principio, sino que lo reprimirá. La lucha por la independencia no es una epopeya. No es, por lo tanto, una carrera entre valientes para ver quién gana. Pero la independencia no se conseguirá jamás con renuncias. El miedo no se impone. Nace dentro de nosotros mismos, cuando la percepción de correr peligro aumenta de tal manera que nos lleva a tomar decisiones erróneas. “Puesto que el miedo somos nosotros —escribió el malogrado Carles Capdevila—, lo peor somos nosotros. Cuando nos pilota, cuando lleva el volante. Porque el miedo puede convertirnos en traidores. O puede paralizarnos por completo. El miedo a la verdad nos convierte en mentirosos, el miedo a sentir emociones fuertes nos convierte en personas frías, el miedo al riesgo nos invita a tirar demasiadas toallas, y el miedo a morir puede impedirnos vivir”.

Dedicarse a la política con miedo en tiempos convulsos es, por descontado, un error. Todos los políticos que hoy están en primera fila deberían saber que tienen una deuda con los dirigentes del 1-O que cayeron en manos del adversario. Por lo tanto, hoy están al frente de la Generalitat porque tomaron el relevo de aquellos que el Estado tomó como rehenes para doblegar la voluntad del soberanismo. Nada de alegrías, pues. Y si los que hoy tienen responsabilidades de gobierno tienen tanto miedo que pierden el coraje, siempre estarán a tiempo de reconocerlo, como hicieron los consellers del Govern de Carles Puigdemont que en julio de 2017 dimitieron y fueron sustituidos por otros políticos. Los sustitutos son los que hoy están en la cárcel o en el exilio precisamente porque asumieron el riesgo de comprometerse.