¡Qué pandilla de bobos! El Confidencial publicó la semana pasada un avance de las memorias de Mariano Rajoy, Una España mejor. Retirado de la vida política, el hombre inexpresivo, insulso y más perjudicial que haya dirigido jamás el PP en muchos años, responsable de dos crisis políticas de dimensiones colosales, la del chapapote de 2002 y la de Cataluña de 2017, se suelta y escribe que “antes de llegar a aplicar aquel precepto constitucional [el 155] nos habíamos cargado de razones y estas no desparecerían por el hecho de que Puigdemont convocara elecciones; la independencia seguía declarada” [el subrayado es mío]. Sin rubor, sin anestesia, el antiguo presidente del gobierno español destruye uno de los mitos más arraigados entre los columnistas del régimen del 78 y los neoautonomistas: que la culpa de la aplicación del 155 fuera de Puigdemont. Rajoy destruye, además, otro mito, y es que los negociadores —Urkullo e Iceta— sirvieran para nada. Fueron un par de tontos de remate, tanto o más engañados —o quizás no, vaya usted a saber— por Rajoy como lo fueron los independentistas: “No veía ninguna razón para dejar en suspenso una decisión que no era fruto de ningún arrebato, sino consecuencia de semanas de estudio y de muy sólidos argumentos jurídicos y políticos”. Más claro, el agua. Además, a nadie puede sorprender esta confesión de Rajoy, porque esto era lo que Javier Arenas y Xavier García Albiol ya anunciaban en aquel momento.

El 155 estaba listo para aplicarlo en cualquier caso. Podría acabar aquí este artículo, porque la revelación de Rajoy es tan bestia, que añadir algo más es superfluo. Incluso un servidor se equivocó entonces, porque defendió convocar elecciones y resistir la presión bárbara, irresponsable, suicida, errónea de los que se opusieron a ello y acusaban al presidente Puigdemont de venderse por 155 monedas de plata. Aquel fue un debate falso. Tanto como lo es ahora el de la investidura de Pedro Sánchez. En todo caso, debería haberse discutido, y no se hizo, sobre cómo resistir ante la ofensiva del estado, cómo se podía implementar la República y si se tenía la capacidad coercitiva para hacerlo. Con el mandato del 1-O no bastaba. El referéndum era la expresión de una voluntad de afirmación nacional, pero no aseguraba en absoluto cómo sostener aquel acto. El problema de la mayoría parlamentaria de Junts pel Sí es que no realizó su trabajo, presionada por la CUP.

La independencia de Catalunya era un peligro, afirma Rajoy, que se añadía a la crisis económica, social e institucional que ya vivía España y que habría podido provocar la quiebra del régimen del 78. Porque este es el debate de fondo, el que debería dar que pensar a todo el mundo. Está claro que el independentismo quería romper el sistema. ¿Qué independentismo no se propone acabar con el sistema dominante? Las independencias sin coste, las que los analistas idílicamente califican de “causas justas”, no existen. Son una especulación teórica para la autosatisfacción académica. El error del independentismo fue seguir la doctrina de Carles Viver i Pi-Sunyer —el moderado más moderado que haya conocido nunca—, basada en un escenario democrático irreal. Solo se “va de la ley a la ley” cuando tú sostienes la sartén por el mango (que es lo que ocurrió con Suárez y el rey Juan Carlos) y consigues minimizar las reacciones contrarias. Es suficientemente conocido de que forma el rey acabó con el espíritu del 78 y con Suárez el 23-F.

Era idealista defender un proceso de independencia sin traumas. Además, Rajoy desmonta los argumentos de los neoautonomistas de hoy —esos que en 2015, cuando se suponía que habíamos ganado, desde las juntas directivas de Òmnium, de la Asamblea y de los partidos más “alocados— empujaban hacia una precipitación tan alocada como insensatamente para acelerar. Rajoy habría hecho lo mismo que hizo, porque la disputa no era sobre el procedimiento, sino sobre el objetivo. El error del presidente Puigdemont fue dejarse influir por ese entorno, que ninguneaba la capacidad de reacción del Estado. El Estado quería desarticular el independentismo, con la ayuda inestimable de los colaboracionistas del terruño, y el insípido Rajoy se puso a trabajar. No era tan bobo como lo pintaban entonces. Para empezar, al día siguiente del 1-O dio la orden de retirar millones de euros en depósitos de las grandes empresas estatales de las cuentas del Banco Sabadell y de CaixaBank. El objetivo estaba claro. La detención de los Jordis también fue un aviso.

Las independencias sin coste, las que los analistas idílicamente califican de “causas justas”, no existen

No ha hecho falta esperar cincuenta años para saber cuál era la estrategia de verdad del PP y de Mariano Rajoy: “Nadie puede sostener que no hubo respuesta política [a la declaración de independencia] cuando se cesó a un gobierno en pleno”. Tiene razón. Lo hizo y no pasó nada. No se supieron jugar las cartas y, otra vez, el independentismo se equivocó, porque en vez de obligar a los altos cargos políticos de la Generalitat a abandonar sus puestos, cosa que habría provocado una crisis institucional de grandes proporciones, se decidió facilitar el trabajo a los “ocupantes”, convirtiéndose, en casos muy significativos, en la policía judía del gueto. Esta gente dio al 155 una apariencia de normalidad muy perjudicial para los intereses de “la causa justa”, si es que esa era la estrategia. Ahora ya está hecho y se arrastra el efecto, que es la vergüenza de mantener en sus cargos a personas que en otra etapa histórica quizás habrían tenido otro final. Cuando en cada empresa pierdes dinero, es poco honrado decir que te han robado la hucha. La has regalado y punto. Los “mediadores” no negociaban nada y algunos altos funcionarios lo remataron.

Esta es la lección que hay que aprender ahora que se está “negociando” la investidura de Pedro Sánchez. Si se siguen las tesis de Joan Tardà, el daño será irreparable. Una parte del independentismo catalán salvará a España de su crisis y ABC concederá el galardón de Español del Año 2019 a Gabriel Rufián. ¡Todo en orden! Pero lo cierto es que el gobierno del estado está en crisis y el independentismo tiene la oportunidad de agravarla. Cuanto más débil sea el estado, más posibilidades tendrá el independentismo de encontrar una salida con un coste asumible —sin olvidar que la independencia sin coste no se ha dado nunca si el Estado es de naturaleza nacionalista y militarista como lo es el español. Hoy el rey Felipe VI es su síntesis. El Estado se siente amenazado y se rebota, evidentemente, pero al final gana quien sabe aguantar la posición, quien sabe asumir el coste de sus actos sin caer en imprudencias que perjudiquen sus movimientos. En el independentismo también existe gente que está muy loca.

Rajoy tenía un plan y lo cumplió a un coste muy alto para él, que no supo medir. O quizás sí que lo hizo y optó por quemarse por puro nacionalismo. Rajoy, al fin al cabo, era, por encima de su condición de un político, un alto funcionario del Estado que estaba al frente del gobierno en unos años, como dice él, en “que nuestro país pudo haberse quebrado […]. Todo pudo haber ocurrido pero nada de ello sucedió”. Esa era su misión: que no ocurriera nada. De momento, podríamos añadir por nuestra parte. La fuerza del movimiento popular independentista es lo que ha permitido aguantar el envite. Por eso el gobierno del estado, ahora en manos del PSOE, hizo todo lo posible por “criminalizarlo” y acusa a los jóvenes detenidos, a la plataforma Tsunami Democràtic y a los CDR de formar parte de una (inexistente) trama terrorista. El error del independentismo seria caer otra vez en la trampa y seguir su lógica. Hay que construir una estrategia ganadora, que insista en poner en crisis al Estado, para que finalmente triunfe lo que más combaten y temen. Siempre canrá la posibilidad de rendirse y que la policía del gueto nombre un presidente de la Generalitat títere.