La sociedad catalana glorifica las apariencias. El mundo actual también. Y aun así llega un día en qué todo el mundo ve que el rey se pasea desnudo y se pone al descubierto lo que parecía y no era. El pujolismo fue una de estas apariencias. Un juego de espejos que la reacción española contra el independentismo despellejó. La autonomía está devastada porque pendía de un hilo. Los que hoy alaban con entusiasmo la obra del gobierno largo de Pujol esquivan la cuestión para evitar que se les derrumbe el argumento. Muchos de los que antes  aborrecían a Pujol, ahora lo ensalzan y se suman al grupo de los antiguos pujolistas que, superado el sarampión independentista, abrazan un supuesto “principio de realidad” para retomar la “vieja normalidad” con la actitud del mayordomo que retorna a la casa del amo. “¡Cosas veredas, amigo Sancho!”, una expresión que no está en el Quijote pero que aquí sirve para describir la alianza entre viejos enemigos intelectuales y políticos. Su objetivo es deshacerse de los independentistas “irredentos” con la ayuda inestimable de los independentistas que se consideran ellos mismos pata negra.

Cuando el proceso ya seguía su curso, Xavier Salvador, el de Crónica Global, tenía mando en plaza en EconomíaDigital, un diario electrónico en el que colaboré una buena temporada. A pesar de que entonces Salvador seguramente ya me despreciaba tanto como ahora, me pidió que colaborara en el libro Pujol KO: ¿Y después del 'pujolismo', qué? (2014). Atendiendo a la trayectoria marcadamente españolista de los promotores, era evidente con qué intención se publicaba el libro. No me preocupó demasiado que quisieran utilizarme para legitimar la obra, porque estaba decidido a escribir lo que me diera la gana, que es lo que hago siempre, y lo hice con el mismo tenor que tuve cuando encargué a Ignasi Riera el libro, hipercrítico, Jordi Pujol, luces y sombras (Angle Editorial, 2001). Titulé mi capítulo “Jordi Pujol dentro de 100 años”, con la intención de dilucidar lo que era importante de lo que no lo era. Tuve que lidiar con los editores por una afirmación mía —cierta y probada— sobre que el abogado fiscalista que desde 1980 asesoraba Pujol, puesto que afirmé que en 2006 había sido condenado por la justicia por fraude. Josep Antoni Sánchez Carreté, antiguo secretario general del Partido del Trabajadores, un grupúsculo maoísta en el cual también había militado José Montilla, fue indultado el 2009 por un ministro del PSOE. Desagradecido, Sánchez Carreté volvió a las andadas y en 2011 fue uno de los catorce condenados del caso Hacienda. Seguía asesorando a los Pujol. La cuestión es que los editores del libro querían que matizara, que medio escondiera, la historia de estas “amistades peligrosas” de los Pujol para defender al abogado y no la honorabilidad del expresidente. Según ellos, el exmaoista era un informante suyo. Aquello olía a podrido, como se ha constatado posteriormente, y el hedor no lo desprendía solo Pujol. Aparentar rectitud moral es muy difícil. Cosas del régimen del 78, que se hunde con la monarquía en primera fila, y que este tipo de gente quiere sostener como sea.

Aparentar poder no significa que realmente uno lo tenga. La autonomía es una de esas prolongadas ficciones

A raíz de la publicación del libro, Jordi Pujol me comunicó que quería charlar conmigo. Tampoco tuve ningún inconveniente en hacerlo. Nos encontramos en el “zulo” donde se refugió para expiar los pecados después de la famosa confesión y el posterior escarnio. Al sentarnos, encima de la mesa tenía un ejemplar del libro y mi capítulo estaba bastante subrayado. No me reprochó nada, ni siquiera me enmendó ni un párrafo de lo escrito por mí, lo que interpreté como un asentimiento, solo se dedicó a defender a uno de sus hijos. Pujol era entonces la viva representación del fracaso de una manera de practicar y entender la política que había convertido las apariencias en un modus vivendi. Todo era y no era, como los off the record periodísticos, que hay quien solo los defiende con aspavientos deontológicos si lo que sale a relucir afecta a uno de los suyos. Tan perverso es quien se salta un off the record como quien lo defiende por puro partidismo. El cuarto poder lleva tiempo tambaleándose, por lo menos en Catalunya y España.

Aparentar poder no significa que realmente uno lo tenga. La autonomía es una de esas prolongadas ficciones. El proceso soberanista no fue una “conjura de los irresponsables”, por resumirlo de la manera absurda y apolítica por parte del rehabilitado Jordi Amat. Fue —es— la respuesta popular a los excesos, las mentiras y los desprecios de los abusones del régimen del 78. Algunos políticos que se vieron obligados a secundar el movimiento soberanista para no morir, ahora se apuntan a las maniobras para obligar a la “rectificación”.  Otros, en cambio, que se apartaron de la política a regañadientes pero aprovecharon el ajetreo para aprovechar las puertas giratorias que ahora utilizará Montilla para enriquecerse a expensas de todos nosotros. Nada que no hayan practicado antes el Rey, Felipe González o José María Aznar. Busquen, busquen, y encontrarán nombres curiosos dirigiendo empresas semipúblicas o sentados en jugosos consejos de administración. En octubre del 17 se quería acabar con el régimen del 78 para construir una República catalana distinta. Por eso es inaudito que una consejera independentista y de izquierdas haya actuado como lo habría hecho un consejero de CiU: regalando la sanidad pública a Ferrovial. Si el proceso era esto, el pujolismo estaría triunfando y tendrían razón los que lo critican desde el inicio. Tiempo habrá para ver si en las próximas elecciones la sociedad catalana glorifica otra vez las apariencias.