El 27-O casi mata al 1-O. Al día siguiente de la famosa proclamación de la República en el Parlament, la losa de la prisión y el exilio cayó encima del Govern y del MHP Carles Puigdemont sin que nadie opusiera resistencia. Después, el trío del 155 aplicó una represión a toda regla con el objetivo de neutralizar el soberanismo y aplastar a la generación de políticos catalanes que ha protagonizado la ruptura más importante contra el Estado desde los tiempos de las revueltas anti-centralistas de mediados de siglo XIX. El Estado quiere aplicar el escarmiento para provocar miedo y evitar que la semilla del soberanismo arraigue por siempre jamás. Lo que quiere el Estado es evitar que esta generación de políticos pueda retomar el camino iniciado en 2009 con las consultas populares por la independencia, el 9-N y, está claro, el 1-O. A pesar de que el fracaso del 27-O —superado en parte por los resultados de las elecciones del 21-D— debería llevar a reflexionar a los grupos soberanistas, el proceso también ha impactado en la política española —¡y de qué manera!— hasta provocarle una gran crisis.

Hay partidos que desean volver al viejo “orden” para recuperar el “pujolismo bien entendido”, como se oye entre destacados dirigentes de ERC y PDeCAT. Una corte de articulistas lo argumenta con todo tipo de sofismas, reclamando una autocrítica que es tan anti-política como el comportamiento, según ellos, de los políticos que pretenden criticar. Los errores en tiempos de guerra se pagan caros. Y estamos en guerra, como quedó claro cuando lo escribí en un tuit que me costó mi posición en el Govern en aplicación del artículo 155. Pocas horas después del segundo día de la evacuación de Dunkerque, Winston Churchill pronunció un discurso ante el Gabinete y dijo: “Si la larga historia de nuestra isla fuera a acabar al fin, dejémosla que acabe solo cuando cada uno de nosotros quede en el suelo, ahogándose en su propia sangre”. Antes morir que rendirse. Antes el exilio y la cárcel que abandonar, por un mero cálculo electoral, las convicciones y la lucha. No se trata de buscar y señalar a los traidores, sino de restablecer el análisis político según lo que está pasando y no sólo tomando la parte que más nos conviene. El victimismo es un deporte nacional.

Los partidos del viejo orden autonomista no se dan cuenta de que la base soberanista desconfía de ellos. No obstante, van cometiendo errores uno detrás el otro. Mucha gente quería echar al PP del Gobierno de España, pero también reclamaba a los partidos soberanistas algo más que esos votos cedidos a Pedro Sánchez sin reclamarle nada a cambio. Que lo hiciera Podemos, que sobrevive plácidamente en el Parlamento, quizás se pueda entender, pero que hayan actuado así ERC y PDeCAT se entiende menos, si no es que ambos partidos han llegado a la conclusión de dar carpetazo al asunto y parar las máquinas. En relativamente poco tiempo, ERC ha pasado de invitar a todo el mundo a suicidarse ante el 27-O a impedir la restitución del presidente Carles Puigdemont para no asumir riesgos. Los dirigentes de ERC son ciclotímicos. Lo son tanto como conservadores son los dirigentes del PDeCAT, cuya única estrategia es conservar el poder autonómico. La tentación es fuerte, porque incluso al nuevo Govern de Quim Torra le cuesta encajar correctamente el ideal independentista con la gestión del día a día. Se refugia en la defensa acérrima de los presos y exiliados. Está claro que la culpa que eso pase es que Junts per Catalunya no ha logrado consolidarse como un espacio republicano e independentista, por encima de su condición de grupo parlamentario, porque en su seno se vive la lucha soterrada entre los quieren aprovechase de la coalición para sobrevivir o para llegar a la cumbre del PDeCAT y los que propugnan que se convierta en un movimiento amplio y unitario de verdad. Lo escribí en este mismo diario y lo vuelvo a repetir: Junts per Catalunya morirá el día que los independientes que ayudaron a ganar las elecciones del 21-D digan en voz alta que los dirigentes actuales o futuros del PDeCAT quieren convertir esta coalición en la enésima mutación de CDC. La corrupción mató al PP de Mariano Rajoy, pero la corrupción, todavía no asumida, también mató a CDC y matará a quien se rija por la regla lampedusisana de cambiarlo todo para que no cambie nada. Para eso ha nacido Junts per la República, que agrupa a los independientes de Junts per Catalunya, y cuyos parlamentarios no se deben a la disciplina de ningún otro grupo. Ojo al dato. Si la dirección actual del PDeCAT o la que resulte de la conferencia de finales de julio pretende imponer su ley por encima de la unidad en la diversidad de Junts per Catalunya, quienes saldrán perdiendo serán ellos.

El soberanismo está perdiendo la oportunidad de aprovechar la crisis de Estado que ha acabado con Mariano Rajoy y ha puesto en su lugar a Pedro Sánchez

La cuestión no es averiguar, como se escribe en algunos artículos, cómo resolverá Pedro Sánchez el conflicto catalán, sobre el que de momento no ha propuesto nada. La cuestión es comprender hacia dónde va el soberanismo y evitar que pierda la brújula y vuelva a la época de los pactos “inconfesables” con los que se pudrió la política española y catalana. Recuperar la movilización popular no parece que sea ahora mismo la estrategia del soberanismo, a excepción de las concentraciones por los presos y los gestos simbólicos a favor de los exiliados. A menos política y menos estrategia, más protagonismo adquiere el simbolismo. Siempre es así. El soberanismo está perdiendo la oportunidad de aprovechar la crisis de Estado que ha acabado con Mariano Rajoy y ha puesto en su lugar a Pedro Sánchez. En vez de atornillar a los partidos del régimen del 78, lo que incluye a los catalanes, el soberanismo divaga en una nube irreal, deprimido por la derrota del 27-O, sin encontrar el camino para volver a la carga. No se pueden pedir peras al olmo, dice el dicho popular. El espacio que deje vacío el republicanismo soberanista lo llenarán, aunque sea arrastrándose, los que siempre están al loro. Entonces sí que será verdad que el Estado habrá conseguido restablecer en Catalunya el orden constitucional.

Ningún otro político genera tanta confianza como Carles Puigdemont. Quim Torra es aplaudido cuando se desplaza por Catalunya por lo que representa y no por lo que habla. Eso deberían saberlo los que aspiran a crear un nuevo relato presidencial, alejado del exilio, para poder vivir cómodamente en los sofás de la Casa dels Canonges. Puigdemont, por lo tanto, tiene la obligación, como quien dice, porque él nos ha traído hasta aquí, de liderar la creación de un nuevo movimiento político que supere los viejos partidos. Los electores soberanistas lo desean, incluyendo las bases del PDeCAT y ERC. Lo que hace falta es que Puigdemont ayude a que nazca este nuevo movimiento liberándolo de la contaminación provocada por las disputas partidistas del pasado. Le sobra tiempo y también dispone de un ejército de voluntarios que lo seguirían sin dudarlo. ¿Se imaginan hasta qué punto habría sido diferente la gestión de la crisis planteada por la moción de censura con un movimiento republicano y soberanista que confiara en el futuro y en las posibilidades de obtener la victoria? Estuvo bien que Tardà les cantara las cuarenta en su intervención, pero no dijo nada que no supiéramos todos los catalanes y que no podamos leer en el último libro de Ignacio Sánchez-Cuenca, La confusión nacional (Catarata), sobre las deficiencias del sistema democrático español. Tardà levantó la voz de la denuncia, muy por encima de lo dicho por Campuzano, pero no planteó ninguna exigencia concreta.

El soberanismo sólo estará en disposición de retomar el combate cuando dé forma a un movimiento político flexible, compuesto por gente normal y corriente y no por militantes y cuadros

Los niños se gestan en nueve meses, pero no es nada normal que unos grupos políticos en ocho meses pasen de forzar, por la vía de urgencia, la aprobación parlamentaria de las leyes de desconexión a no saber qué hacer, si no es repartirse los departamentos del Govern. El independentismo ha crecido gracias a la auto-organización, que el 2005 se tradujo en la Plataforma pel Dret de Decidir (PDD), responsable de las dos primeras grandes manifestaciones ciudadanas, la del 18 de febrero del 2006 y la del 1 de diciembre del 2007, y el 2012 con la creación de la Assemblea Nacional Catalana (ANC). La idea de crear la ANC nació en Arenys de Munt el 13 de septiembre del 2009, día en que se celebró la primera consulta por la independencia. La iniciativa luego se reprodujo, en sucesivas oleadas de consultas, hasta alcanzar 552 de los 947 pueblos de Catalunya (representando un 77,5% de la población catalana), con el voto de 800.000 personas y una tasa de participación global del 18,1%. Entre una plataforma ciudadana y la otra hubo de todo. Para empezar se dieron las típicas peleas partidistas para controlar esas asociaciones cívicas. El error de la ANC fue no convertirse, también, en una plataforma electoral. Lo hizo indirectamente, forzando la constitución de Junts pel Sí, pero enseguida quedó claro que la “delegación” de la tarea política en los partidos sólo comportaría otro fracaso más.

Volvamos para atrás, pues. No para renunciar a nada, sino para dar un significado político y electoral a lo que representó la ANC des de sus orígenes. ¿Es que no es verdad lo que todo mundo exalta de las grandes manifestaciones cuando se destaca que la gente se cogía de las manos sin preguntarse a quién votaban? ¿Es que están equivocados lo que afirman que los viejos partidos de la autonomía han frustrado la esperanza de la buena gente? Las elecciones municipales podrían ser la operación de oro para empezar a trabajar en la constitución de este movimiento. Para empezar, no sería una mala idea generalizar la propuesta de primarias abiertas. Si los partidos clásicos las rechazan, pues propiciemos la constitución de plataformas locales para ponerlas en marcha. Lo importante es que el día siguiente de las próximas elecciones municipales Catalunya se levante, como el año 1931, republicana e independentista, con la sociedad civil empoderada de verdad y no condicionada por los aparatos de los partidos. Pero para que este experimento funcione, para que sea creíble, Puigdemont debería comprometerse con él. Sus partidarios, los que se mantuvieron fieles al presidente depuesto oponiéndose a los que aseguraban que ya estaba amortizado, deberían tener muy en cuenta que cuando la gente gritaba “Puigdemont, el nostre president”, estaba clamado por la unidad y reclamaba resistencia. El soberanismo sólo estará en disposición de retomar el combate cuando dé forma a un movimiento político flexible, compuesto por gente normal y corriente y no por militantes y cuadros, y cuando sepa fijar una estrategia vencedora. No se trata de sustituir a unos políticos envejecidos, independientemente de su edad, por otros que sólo piensan en ocupar el asiento que dejará vacío aquél.

La sociedad civil fue el motor del salto que dieron los catalanes desde reclamar el derecho a decidir a clamar por la independencia. Ahora se debería ampliar la base y conseguir que el soberanismo esté presente en colegios profesionales, cámaras de comercio y universidades, por ejemplo, para que el camino hacia la independencia no se pare. El soberanismo no puede convertirse en un movimiento de nostálgicos del 1-O. Si la confianza y la cooperación, que son los pilares de toda acción colectiva, todavía trae de cabeza a la policía y a los jueces españoles por el éxito del 1-O, ahora debe repetirse ese binomio. Hay que luchar por la independencia y no para recordar que un día intentamos votarla y las cargas policiales lo impidieron. Sólo si la sociedad civil se decide a presentarse a las elecciones, con el acuerdo de los partidos o sin él, el soberanismo conseguirá que el estado y los unionistas meen sangre.