Cuando irrumpieron electoralmente Cs y Podemos, todo el mundo se apresuró a señalar que los partidos tradicionales, los mayoritarios bajo el régimen del 78, PP y PSOE, estaban en crisis. No tengo muy claro que lo estén, porque la tolerancia del electorado español ante la corrupción del PP es mayúscula. Así pues, ni los múltiples escándalos de corrupción —ni las muertes misteriosas que los han rodeado— han erosionado al PP. Al contrario. Cs, que representa la nueva derecha populista que emerge en Europa separada de los conservadores, no tiene suficiente fuerza para desbancar al PP. Le falta masa social. El PSOE, en cambio, triturado por su falta de proyecto y de liderazgo —un fenómeno que también ha afectado profundamente a los socialdemócratas europeos—, tiene unos cimientos sociales y electorales superiores a los de Podemos, que es un grupo populista de izquierda que enseguida demostró que era como los antiguos comunistas que se dedicaban a purgar a los disidentes (¿dónde está Íñigo Errejón?) en vez de focalizar su práctica política en la transformación real de la sociedad. Pero es que cuando el PSOE ganaba de calle las elecciones, los tres pilares sobre los que se sostenía eran Andalucía, Catalunya y el País Valencià. Primero perdió el País Valencià, donde el PP mandó durante décadas. El PSOE fue perdiendo a Catalunya a poquitos. Y así les va. Los socialistas solo conservan Andalucía a golpe de subvenciones.

En Catalunya sí que ha habido un terremoto en el sistema de partidos políticos. El bipartidismo imperfecto de los años del régimen del 78 entre PSC y CiU se está fundiendo lentamente. Es verdad que ERC estuvo presente en el Parlament desde el año 80, pero con idearios varios y con liderazgos que no tenían nada que ver uno con otro. Entre el liberal Heribert Barrera y el comunista Joan Tardà la distancia es infinita. ¿Y qué decir de la distancia que separa Joan Hortalà de Gabriel Rufián? En fin, que la evolución de ERC ha sido serpenteante, lo que ha beneficiado la aparición de la CUP después de destilar el montón de siglas que han dado nombre a la izquierda independentista. ERC y la CUP crecieron en los municipios pequeños y medianos como oposición a CiU, el partido del “régimen”, que fue adoptando prácticas clientelares tan repudiables como las del PP y el PSOE. Ya lo apunté en el artículo anterior a propósito de Santi Vila: el llamado “régimen del 78” ha llegado a tener unas cuotas de corrupción tan altas como las de la Restauración de 1876, que la historiografía española considera un régimen tan parlamentario como el actual. Entre 1876 y 1923, el caciquismo y la corrupción se desbordaron de tal modo que el régimen acabó en una dictadura. Si bien el orden constitucional del 78 responde a los estándares de las democracias parlamentarias, también se podría describir, sin faltar a la verdad, señalando que la corrupción y el clientelismo han provocado que menguaran los principios rectores de la libertad y el progreso. Esto es lo que hundió a CiU, a pesar de la resiliencia del PDeCAT, el partido heredero que todavía sufre las consecuencias de una mala digestión del pasado y la ausencia de reformismo de sus líderes. El PDeCAT retiene una fuerza municipal importante pero no tiene, desde hace bastante tiempo, una dirección nacional de verdad. Gestiona las migajas.

La dirección del PDeCAT cree que JuntsXCat triunfó electoralmente gracias a ellos. Es una percepción totalmente equivocada. Sin el president Puigdemont y sin el aval de los independientes que se sumaron a la propuesta, el meritorio esfuerzo de las bases del PDeCAT habría servido de poco

CiU se hundió porque el electorado catalán es menos permisivo que el español cuando se da cuenta de que entre los políticos y las empresas o algunos particulares poderosos se intercambian protección económica y social para unos como compensación al apoyo político o electoral que reciben los otros. La corrupción es eso. La intolerancia del electorado ante las irregularidades en la financiación de los partidos o en otros ámbitos de la administración pública perjudicó mucho más a CiU —y por extensión al PDeCAT— que el giro soberanista de CDC, cuya primera consecuencia fue la ruptura de la federación nacionalista con UDC. No es cierto que Artur Mas y su entorno abrazaran el independentismo para propagar una cortina de humo que tapara los casos de corrupción. La convulsión sufrida por CDC tiene unos orígenes que tienen más calado. El descubrimiento público de la corrupción —que estuvo acompañada de la caída en el infierno del líder de toda la vida, Jordi Pujol— fue la carcoma que destruyó lenta y gradualmente al partido. El soberanismo popular, abrazado con pasión por los jóvenes nacionalistas, ciertamente sacudió al establishment de un partido que estaba acostumbrado a gestionar la autonomía sin aportar nada que fuese estimulante. El soberanismo se convirtió en el nuevo ideal. Pero la mala gestión de la transición desde la antigua CDC hasta el nuevo PDeCAT, incluyendo la celebración de un congreso que fue un guirigay sin precedentes, sumada a la aceleración del momento político, convencidos como lo estaba todo el mundo de que era posible tumbar al Estado, ha postrado en la UCI al PDeCAT. La paradoja es que las elecciones legales pero ilegítimas del 21-D le proporcionaron oxígeno. La dirección del PDeCAT —y algunos cuadros intermedios— creen que JuntsXCat triunfó electoralmente gracias a ellos. Es una percepción totalmente equivocada. Sin el president Puigdemont y sin el aval de los independientes que se sumaron a la propuesta, el meritorio esfuerzo de las bases del PDeCAT para organizar actos habría servido de poco. A pesar del procés, el 21-D Marta Pascal y los dirigentes que la siguen no habrían conseguido lavar la imagen de que el PDeCAT es todavía hoy una rémora del viejo orden del 78. Y esto habría quedado más claro si Santi Vila hubiera sido la cabeza de cartel electoral del PDeCAT, que es lo que él asegura que pactó con Artur Mas y Marta Pascal, como explica en su libro el ex consejero. Santi Vila les habría hundido para siempre.

JuntsXCat nació como un movimiento amplio, transversal, con gente que todavía es militante del antiguo Reagrupament o de Alternativa Verda y, claro, del PDeCAT. Ahora bien, de los 34 diputados que obtuvo la candidatura de Puigdemont, 18 no militan en ningún partido. Suman más diputados que los que tiene ahora el PSC (17) y muchos más que Catalunya en Comú (8). Ese capital no se puede malograr. Por lo tanto, ha llegado la hora de organizarlos para dejar claro que JuntsXCat no será nunca una extensión de nadie ni la marca blanca del PDeCAT. El PDeCAT son, sobre todo, sus alcaldes y la buena gente que milita en él. Y tanto los unos como los otros son imprescindibles para construir un proyecto político republicano basado en la justicia social, el reformismo radical, las políticas de igualdad y sostenibilidad y el pluralismo. Pero el PDeCAT es solo una facción de JuntsXCat. Pronto se verá. Y es que si JuntsXCat no sigue siendo lo que es y por lo que fue creado, no será nada. Se disolverá como un terrón de azúcar. Habrá sido como la gaseosa cuando se deja abierta la botella. Se quedará sin gas. Catalunya necesita un espacio político como este porque los años que están por llegar estarán marcados por la necesidad de saber combinar con inteligencia el espacio libre republicano de Bruselas —la Autoridad Nacional Catalana al exilio— con la gestión de la administración autonómica. La presidencia nunca será bicéfala. Los soberanistas solo tenemos un president, a pesar de que en Barcelona alguien sea investido president de la Generalitat con el beneplácito de los tres grupos independentistas. Será el president 130bis, como ya dejé escrito aquí mismo, y sin embargo tiene que ser alguien que esté libre de toda sospecha. Bruselas y Barcelona tienen que trabajar conjuntamente para pensar y gestionar el bienestar de las personas y para erradicar para siempre jamás los vestigios del régimen del 78, caiga quién caiga. Solo con esa actitud se podrá construir la República.