El gobierno español quiere asustar a los independentistas. Desde el 27 de octubre ha puesto en marcha una política represiva que se va extendiendo despacio a todos los ámbitos de la sociedad. Persigue a los políticos y a líderes cívicos del soberanismo, en primer lugar; pero también a mandos policiales, escritores, mecánicos, funcionarios y a quien haga falta para cortar la gangrena separatista, por decirlo como lo dirían ellos. Tienen muchos cómplices, dentro y fuera de Catalunya, para criminalizar al independentismo. No es nuevo, porque en el País Vasco, con la excusa del terrorismo —que es un recurso político inaceptable, por lo menos para mí—, el españolismo gubernamental y mediático ya criminalizó a todo el mundo. Todo el independentismo era ETA, y quien simpatizara con él, era porque evidentemente simpatizaba con el terrorismo.

Estos días he releído una nueva edición, del año 2016, del libro Juan Carlos I. La biografía sin silencios, cuya autora es Rebeca Quintans. Es un libro perturbador que leí cuando lo publicó en catalán en 2001 con el pseudónimo de Patricia Sverlo y el título, que era igual a la edición en castellano, Un rey golpe a golpe. La introducción de esta nueva edición da miedo, estremece al lector, pero es una de las mejores descripciones de la arbitrariedad del régimen del 78. La figura inviolable del rey y la transferencia de la responsabilidad de sus actos a las personas que los refrenden, que es lo que establecen los artículos 56 y 64 de la Constitución, ha servido para blindar al monarca y para encarcelar a todo bicho viviente sin que la prensa  lo reprobara. Y este blindaje “feudal” del rey de España aumentó con la reforma de 1995 del Código Penal, promovida por el ministro socialista Juan Alberto Belloch, que sirvió, entre otras cosas, para introducir, en el nuevo artículo 490, el delito tipificado como “injurias al rey”. En fin, un despropósito que permite perseguir personas, cerrar diarios e ilegalizar partidos, si bien aquí va fue necesario inventarse una ley ad hoc que obtuvo el apoyo de CiU y permitió alterar la democracia en el País Vasco. Pero puesto que el nacionalismo conservador vasco ha actuado como el pujolismo y ha dado a entender que era independentista, a pesar de que en realidad era una pieza más del régimen del 78, salió indemne de aquella persecución política. El PNV siempre ha mordido sin dientes, que es lo que también ocurría tradicionalmente con Pujol. Incluso se encargó de boicotear la única propuesta soberanista que salió de sus filas.

En España los jueces hacen política como la hacen los historiadores. La diferencia está en que unos provocan un daño mayor que los otros, dado que los jueces tienen la potestad de mantener enchironado a alguien simplemente porque es diputado de JuntsxCat

La cuestión es que ahora el Estado quiere intimidar al soberanismo catalán con la misma medicina. Se ha dicho un montón a veces, pero vale la pena repetirlo una vez más. Un Estado que ha permitido la existencia de los GAL y que sus responsables operativos se bañaran, además, con el oro de la corrupción, ¿qué no tenía que hacer ante el reto más importante que le haya planteado jamás en el último medio siglo un colectivo político? Actúan como han actuado siempre, pero con mayores complicidades, porque el reto del soberanismo al Estado es más sólido que el vasco y profundamente democrático. Las famosas y polémicas sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre durante las cuales se aprobaron tanto la ley del referéndum de autodeterminación como la de transitoriedad, después de un debate maratoniano y haciendo uso del artículo 81.3 del reglamento del Parlamento, al fin fueron avaladas por el Tribunal Constitucional. Ciudadanos, el PP y el PSC abandonaron el hemiciclo durante la votación y Joan Coscubiela censuró al soberanismo con uno de esos discursos suyos que después tiene que comérselos con patatas. El filibusterismo exhibido por Carrizosa, Iceta y García Abiol, quienes después se aliarían para imponer la intervención de la Generalitat, disolver el Parlament y deponer el Govern legítimo, acompañado de una ineficiente conducción del debate desde la presidencia, consiguió distorsionar una maniobra parlamentaria que es muy habitual en 14 cámaras autonómicas y también en el Congreso de los Diputados. El TC tumbó el recurso y por lo tanto validó los días 6 y 7 de septiembre con este argumento; pero ese detalle, que no es menor, el unionismo no quiere recordarlo.

El dogma, siguiendo la definición del diccionario, es “el punto de doctrina establecido, proclamado autoritariamente, como cierto, incontestable”

La persecución del independentismo aumenta por tierra, mar y aire. El último auto del juez Pablo Llarena que sirve para justificar que se mantenga en prisión a Jordi Sánchez asusta. En el programa No ho sé de RAC1 escuché que la también jueza Montserrat Comas, la del caso Palau, aseguraba que Llarena no estaba entrando en el terreno de la política con su resolución. Otros juristas afirman exactamente lo contrario. El catedrático de Derecho Penal de la UB, Joan Queralt, muy relacionado con Comas, declaró, sin tapujos, que “los autos de Llarena están totalmente al margen de la ley; ha criminalizado el independentismo”. En España los jueces hacen política como la hacen los historiadores. La diferencia está en que unos provocan un daño mayor que los otros, dado que los jueces tienen la potestad de mantener enchironado a alguien simplemente porque es diputado de JuntsxCat y no quiere renunciar a sus ideales independentistas. Las equivocaciones de los historiadores, en cambio, si no van acompañadas de violencia son meros errores de percepción y de cálculo. Esto es lo que debió ocurrirle a Oriol Junqueras cuando la noche del 27 de octubre despareció y dejó en manos de Marta Rovira la gestión del ajetreo posterior a la fallida proclamación de la república catalana. Junqueras está pagando las consecuencias de todo aquello, es verdad; pero lo está pagando por el abuso judicial de un juez que hace política enfundado con una toga.

Hace unos días abrí al azar el libro de Josep M. Espinàs titulado El meu ofici (2008). Es un libro muy breve, ordenado por capítulos que parecen uno de esos artículos que Espinàs lleva años escribiendo y que a menudo son una pura delicia. El capítulo que leí hablaba de las teorías y los dogmas que tiñen el ámbito literario y lo transforman en un lodazal. Pero lo que me interesa recordar aquí y ahora es la distinción de carácter general que Espinàs propone al lector al principio. Dice que el dogma, siguiendo la definición del diccionario, es “el punto de doctrina establecido, proclamado autoritariamente, como cierto, incontestable” [la definición del diccionario de la RAE es más suave: “Proposición tenida por cierta y como principio innegable”], mientras que la teoría es un principio general, una fórmula, ideados para explicar cierto orden de hechos. Espinàs detesta los dogmas literarios y también el clericalismo dogmático que se ha opuesto a los adelantos científicos. Visto hasta dónde ha llegado hoy en día la justicia española, Espinàs también habría podido reprobar el patriotismo judicial de Llarena, que proclama autoritariamente cuál es la nación de los catalanes y cómo tienen que pensar, y por eso persigue a los soberanistas.