El 2018, antes de que se diese a conocer el auto de procesamiento de los líderes independentistas, Felipe González, que es un españolista listo y jacobino más que un dirigente socialista, expresó el deseo de que ningún juez del Tribunal Supremo los metiera en la prisión. No es que le hubiera entrado un prurito repentino para defender los derechos civiles y humanos de Carles Puigdemont y compañía, su preocupación era otra completamente distinta: “Nos amparamos en las togas —dijo— porque como políticos somos unos inútiles. Una vez que este proceso [de judicialización de la política] llega a un determinado punto de saturación, la justicia empieza a tomar decisiones políticas. A eso se le llama gobierno de los jueces”. El subrayado es mío, pero podría ser de González, dado que, según él, el fenómeno no se limitaba únicamente en España, sino que estaba calando en todas partes. Entonces citaba el caso de Brasil, y ahora habría podido citar el de los EE.UU.: “Cuando perdemos pensamos que lo resuelvan los jueces”, lo que implica que “la política se degrade porque está judicializándose”. A diferencia de Miquel Iceta, que es tan españolista y jacobino como González, pero menos listo, el viejo dirigente del PSOE debe estar tirándose de los pelos ante las medidas cautelarísimas del TSJC contra el aplazamiento de las elecciones catalanas. Asistimos a una degradación del autogobierno autonómico que justifica más que nunca la separación. La independencia de Catalunya.

Felipe González también dijo en aquel contexto represivo que “al independentismo no hay que destruirlo, hay que ganarlo. Si ellos violan la ley, nosotros tenemos que ser exquisitamente garantistas”. González falló en el pronóstico de esto último, porque el poder judicial español ha recibido unos cuantos revolcones por parte de la justicia belga que lo ha dejado con el culo al aire. Y el festival todavía no se ha acabado, porque cuando la causa general contra el gobierno independentista llegue al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), quedará probado que España es la Turquía del oeste. El pasado martes, este mismo tribunal condenó a España por décima vez por no haber investigado suficientemente las denuncias de torturas policiales a un joven de la disuelta organización abertzale Ekin. ¿Saben quién era el juez que aquel ya lejano 2011 protegió a los torturadores de la Guardia Civil? Pues el actual ministro del Interior del gobierno más progresista del mundo, Fernando Grande-Marlaska, seguramente el juez más condenado por violar las garantías de un detenido. Pero en España jamás ocurre nada cuando caen condenas de este tipo, como en todas las repúblicas (habría que decir monarquías) bananeras del mundo.

Cuando los jueces actúan, es que los políticos fracasan, como diría Felipe González

Como quizás recordarán, servidor defendió en su tiempo que el president Quim Torra se equivocó no convocando las elecciones antes de ser inhabilitado también por los jueces. Había que acabar con una etapa que va degradándose día a día. Ahora tampoco tenía nada claro que se tuvieran que atrasar las elecciones, porque nadie sabe decirnos con toda seguridad si el 30 de mayo no estaremos igual que el 14 de febrero. Dicho esto, me parece intolerable que tengan que ser los jueces los que determinen la gobernación del país. Donald Trump se atrincheró en los juzgados para intentar parar la victoria contundente de Joe Biden, pero no ha podido salirse con la suya, posiblemente porque muchos jueces estadounidenses también son elegidos por el pueblo y andan con mucho cuidado. Aquí ya sabemos quién los designa y cuál es el origen de muchos de estos jueces tanto o más ideologizados que los ayatolás que dirigen Irán desde 1979.

La parte más ridícula de esta historia es quienes son los promotores del recurso contra el decreto de aplazamiento de las elecciones. Ha sido la Lliga Democràtica. Un partido minúsculo, a rebosar de viejas glorias de CDC, UDC y PP, en el cual al frente está la politóloga Àstrid Barrio y la antigua convergente, aliada de Germà Gordó, la abogada Sílvia Requena. La nómina de viejas glorias del conservadurismo catalán que le dan su apoyo es inversamente proporcional a su tamaño. Es el grupito que, junto a Lliures de Antoni Fernández Teixidor, soñaba con aliarse con el PSC, el nuevo partido de orden, según Eva Granados, pero a quienes los socialistas han ninguneado por excesivamente carca. De hecho, la Lliga (¡qué aromas desprende ese nombre!) se ha convertido en mensajero de Foment, la patronal que es ahora una madriguera de antiguos miembros duranistas de UDC que son más defensores del régimen del 78 que de la autonomía catalana. Tanto empeño que pusieron en atribuir a los independentistas haberse cargado el autogobierno, y estos residuos del subsistema catalán del constitucionalismo corrupto le han clavado la estocada final. Cuando los jueces actúan, es que los políticos fracasan, como diría Felipe González. Quizás los dirigentes independentistas son inexpertos y están cargados de testosterona, pero los dirigentes españolistas son directamente inexistentes, por eso están tan esperanzados con el efecto Illa. Entretanto, el remedio lenitivo es dar un paso más para cargarse el sistema democrático.