El inmovilismo es el recurso de los temerosos y de los conservadores. Mientras pensaba qué podía escribir para la columna de hoy recibí un mensaje de una joven periodista. Puesto que nos tenemos algo de confianza, a pesar de que con los periodistas es mejor estar prevenido, aproveché la ocasión para pedirle consejo. Espero que no le moleste que les cuente esto. Quería saber si una anécdota que había vivido anteayer en un plató de televisión era un buen recurso para explicar cómo el dogmatismo constitucional se ha convertido en una forma de involución. Le resumí la cuestión y su respuesta me dejó planchado: “Este argumento ya está muy repetido, ¿no?” ¿Repetido por quién?, me pregunté, un poco mosca. Por si no hubiera tenido bastante aguándome la fiesta, al cabo de un rato la misma periodista me envía un nuevo mensaje para hundirme todavía más: “No sé qué podéis hacer los independentistas”. Últimamente, lo constato a menudo, impera el fatalismo, que ya saben ustedes que es esa creencia que tienen algunos según la cual todo sucede por ineludible predeterminación o destino. Aunque desde las elecciones del 14-F volvemos a discutir lo que discutíamos en 1980, en 1990, en 2000, en 2006 y en 2010, como si nada hubiera ocurrido, no estamos condenados.

“Hay crímenes de pasión y hay crímenes de lógica”. Así empieza El hombre rebelde de Albert Camus (De Bolsillo, 2021). El propósito de Camus al publicar este libro en 1951 era examinar los crímenes de lógica de la realidad de su tiempo. El gran escritor francés, que oponía la revuelta a la revolución, recibió el premio Nobel de Literatura en 1957, el año que nací. El próximo sábado cumpliré sesenta y cuatro años y la ANC de Igualada me ha invitado a hablar sobre el presente y el futuro del independentismo. Es posible que mi tiempo no esté marcado por acontecimientos tan dramáticos como los que vivió la gente de quien se ocupa Camus en su libro. Nosotros ya no tenemos que elegir entre si tenemos que dar muerte o no, entre el asesinato o la revuelta. En la Europa de los veintisiete es difícil que se admitan este tipo de dilemas. El terrorismo ha ido desapareciendo de Europa (en Alemania, en Italia, en España o en Irlanda del Norte), porque el terrorismo global superó la violencia, digamos, local, pero, también, porque el contexto político, la existencia de la Unión Europea, actuó de cortafuegos. La UE no es la panacea, como estamos comprobando, aunque, si lo consideramos desde la perspectiva catalana, el hecho de que España forme parte de esta Europa nos salvó de los tanques el 1-O. No es poca cosa. No salvó a los independentistas de la represión y el exilio. Y aun así, en el exilio Europa es una coraza que protege a Carles Puigdemont y a los demás exiliados, incluyendo a un cantante, Valtònyc, que, si se hubiera quedado en España, ahora estaría encarcelado, como Pablo Hasél.

El poder de decidir, el derecho a hacerlo, es la esencia del libre albedrío de la acción humana. (...) La libertad no se conquista con el nihilismo, sino con la acción. Me he hecho mayor plantando cara a las circunstancias

Les cuento la anécdota que la amiga periodista me desaconsejó que les contara. Soy rebelde por definición. La cosa fue de este modo. En la tertulia del Catalunya Opina de 8TV, el conductor, el padre franciscano Carlos Fuentes, conectó vía Skype con el eurodiputado Jordi Cañas. Lo hace a menudo y desde el corazón de Bruselas este político de Ciudadanos alardea de no haber coincidido jamás con Puigdemont y que, si lo hiciera, ni siquiera lo saludaría. Hay quien, bajo el hashtag de liberal, no puede remediar desear “matar”, metafóricamente, al adversario. Fuentes quería preguntarle a Cañas qué opinaba de la performance que el partido naranja había organizado el día anterior ante las puertas del Parlament de Catalunya al desplegar una bandera rojigualda de 51 m. Con la agresividad teatral que le caracteriza, Cañas ofreció la tópica arenga constitucionalista. No paró de repetir que los catalanes habían votado una Constitución que había posibilitado más de cuatro décadas de paz, etcétera. Ya se lo pueden ustedes imaginar. Mientras él hablaba yo observaba a las diez personas que estábamos en el plató, entre tertulianos, técnicos y cámaras. Salvo el fraile-conductor y yo, ninguno de los otros, incluyendo a Cañas, habían podido votar la constitución de 1978. O no habían nacido o bien eran demasiado chicos. Incluso Fuentes pudo votar por los pelos, porque el 6 de diciembre de aquel año ya había cumplido los dieciocho años. En las primeras elecciones de 1977 solo habían podido votar los mayores de veintiún años, pero el gobierno Suárez decidió, en plena campaña del referéndum constitucional, rebajar la mayoría de edad a dieciocho años mediante el real decreto 33-1978, de 16 de noviembre. Fue una buena jugada, porque la oposición democrática reivindicaba esta rebaja y era difícil que criticara una decisión que no pasó por las Cortes y que alteraba los censo descaradamente. La intencionalidad era manifiesta.

Todas las constituciones tienen un contexto histórico. No me duelen prendas por reconocer que yo voté que sí a la constitución actual. La dicotomía era clara: o constitución o barbarie. No cabía otra alternativa. Me pueden reprochar lo que ustedes quieran, aunque sería injusto. La opción hoy mayoritaria en Catalunya, el independentismo, tenía representantes muy decididos y respetados, como Lluís Maria Xirinacs, sin embargo, eran muy minoritarios. Nacionalistes d'Esquerra y el BEAN descarrilaron en las elecciones de 1980, pues concurrieron separadamente y solo obtuvieron 44.798 y 14.077 votos, respectivamente. Si se hubieran presentado unidos, seguramente habrían obtenido los dos diputados que sacó el Partido Socialista de Andalucía-Partido Andaluz de Catalunya. La ERC de Heribert Barrera era, simplemente, una opción federalista. En todo caso, cada época histórica se dota de sus leyes y cambia otras. La constitución americana, que entró en vigor en 1789, ha sido enmendada en veintisiete ocasiones, la primera vez en 1791, al poco de haber sido aprobada en 1787, para asegurar la libertad de culto, de expresión, de prensa, de petición y de reunión. El poder decidir, el derecho a hacerlo, es la esencia del libre albedrío de la acción humana. Si no fuera así, no existiría esta constitución que blanden conservadores e izquierdistas, fascistas y liberales españoles para impedir a los catalanes el ejercicio de la libertad, ni las mujeres estadounidenses tendrían derecho al sufragio, que llegó con la decimonovena enmienda, promulgada el 18 de agosto de 1920. La constitución española se ha convertido en un mito, tanto como en Francia lo es la Resistencia. En ambos casos, sus apologetas actuales intentan enmascarar la realidad del momento, el control franquista de la transición democrática y el colaboracionismo generalizado de los franceses con los nazis, con una intransigencia que da argumentos a quienes se quiere deshacer de ella por la vía de separarse de España. Y es que, con constitución o sin ella, el estado español no tiene remedio. Acudiré a Igualada el día de mi cumpleaños para manifestarles que la libertad no se conquista con el nihilismo, sino con la acción. Que he envejecido asumiendo las circunstancias. Que en 1973, cuando conseguí zafarme de la detención de los 113 de la Asamblea de Catalunya, nadie sabía que en 1975 iba a morirse el dictador y que al cabo de otros tres años se votaría una constitución que, entonces, abrió la puerta a la autonomía. Puesto que la buena gente de Igualada me invita a comer, cuando lleguen los postres les pediré que se declaren enemigos del pesimismo.