La revolución de terciopelo de Armenia es una realidad. Ayer se celebraron unas elecciones al Parlamento que, según todos los sondeos, solo servirán para dirimir el margen de la victoria de la alianza Im Kayl (Mi Paso), un conglomerado político liberal progresista liderado por Nikol Pashinyan, el hombre que antes de ser nombrado primer ministro el pasado mes de mayo recorrió a pie una parte del país para movilizar a la población en una revuelta cívica y pacífica contra el régimen postsoviético. Pashinyan es un periodista, nacido en 1975 en la capital armenia, Ereván, que lleva muchos años luchando contra la corrupción, la pobreza y el autoritarismo en este país del sur del Cáucaso. No le ha sido fácil. Mientras era editor del diario armenio más vendido, Haykakan Zhamanak (El Tiempo Armenio), en 2009 fue perseguido y encarcelado por difamación por el régimen autoritario de Serzh Sargsyan.

A pesar del autoritarismo del régimen postsoviético, en Armenia se vota desde que en 1991 se convirtió en una república independiente tras un referéndum popular convocado por el Sóviet Supremo armenio sin el consentimiento de la URSS. Levon Ter-Petrossian, con quien se formó políticamente Pashinyan, se convirtió en el primer presidente. Al igual que otras muchas repúblicas postsoviéticas —y también en Rusia— , Armenia era uno de los muchos ejemplos de Estados que formalmente son una democracia pero que caminan hacia la no libertad, por resumirlo con el título del último libro del historiador Timothy Snyder. Y es que la democracia se muere cuando hay quien deja de creer en la obligación de respetar el voto. Las revueltas populares de principios de este año consiguieron parar, por lo menos de momento, el descenso a los infiernos de Armenia, y Nikol Pashinyan fue investido primer ministro a pesar de ser diputado de un pequeño partido de la izquierda liberal armenia con solo cuatro escaños. Pashinyan se erigió en líder del movimiento democrático y doblegó al gubernamental Partido Republicano de Sargsyan, que una semana antes se resistía al cambio, con la convocatoria de una huelga general y sacando a la calle a la multitud. Como narran las crónicas periodísticas, la determinación de Pashinyan era total: “Nuestra estrategia es ejercer presión hasta que cambie el poder. No importa lo que pase en los despachos, lo que importa es lo que pasa aquí, en las calles”.

Aunque Armenia es una república que está a muchos kilómetros de distancia de Catalunya, es el mejor ejemplo a seguir

Movilización y urnas. Esta ha sido la estrategia de un persistente movimiento popular y democrático, que siempre ha sido pacífico. La determinación de Pashinyan y sus aliados quedó demostrada otra vez con la victoria de la coalición opositora en las elecciones municipales del 23 de septiembre de este año. Parece una broma, pero la coincidencia con el reto que tiene que afrontar el soberanismo catalán es real. Pashinyan lo tuvo claro enseguida. Había que construir una coalición que estuviera en condiciones de ganar la alcaldía de Ereván. El actor cómico Hayk Marutyan fue el candidato elegido. Y ganó con el 81% de los votos. Conseguir la alcaldía de Ereván era capital para consolidar la revolución de terciopelo. Y Pashinyan lo sabía. A pesar de no ser un político muy experimentado, el líder demócrata armenio sabe cómo hacer los deberes y no deja nada a la improvisación. Tiene una estrategia que sabe combinar muy bien con los movimientos tácticos. La victoria en las municipales debían servir al primer ministro para convocar las elecciones de ayer y ganarlas. Escribo sin saber todavía el resultado, pero la presión de la calle parece imparable para acabar con los vestigios del viejo régimen.

Aunque Armenia es una república que está a muchos kilómetros de distancia de Catalunya, es el mejor ejemplo a seguir. Mucho mejor que cualquier otro si queremos ser fieles a nuestra particular revolución de terciopelo, que aquí denominamos de las sonrisas. Precisamente este año, la cultura armenia y la catalana fueron las invitadas del Smithsonian Folklife Festival, una exposición internacional de patrimonio cultural, la más importante del mundo sobre esta cuestión, que se celebra cada año en Washington DC desde 1967, y que ocasionó un buen conflicto diplomático por la firmeza del president Quim Torra ante las mentiras del representante oficial español. Que Catalunya y Armenia coincidieran como culturas invitadas no fue una casualidad. El director del Centro para el Folclore y el Patrimonio Cultural, Michael Atwood Mason, responsable del programa, consideraba que “las dos naciones luchan por definir su futuro político y que tienen una cultura popular potente, que expresa valores sociales compartidos y que, a pesar de las tensiones, la vida cultural y creativa persiste”.

Los armenios han sufrido mucho a lo largo de la historia. Mucho más que nosotros, si es que tiene sentido hacer comparaciones de este tipo, como explicó mi alumna, desgraciadamente ya traspasada, Theodora Toleva en su libro Genocidio y destino del pueblo armenio (Ed. Síntesis, 2016). El dolor es el dolor y cada cual lo soporta como puede. La cuestión es que a partir de 1915 los armenios fueron víctimas de una masacre planificada por parte del gobierno del Imperio Otomano —del cual Armenia formaba parte— en que murieron cerca de un millón y medio de personas. Cada 24 de abril se  conmemora el lúgubre aniversario de este primer genocidio contemporáneo. ¿Y saben qué? El Parlament de Catalunya, siguiendo el ejemplo de otros muchos parlamentos del mundo, e incluso el Parlamento Europeo, lo reconoció en la resolución 626/VIII, de 26 de febrero de 2010. El Congreso español, en cambio, el 12 de abril de 2018 rechazó una moción presentada por ERC que pedía el reconocimiento del genocidio. Votaron en contra de la moción, ¿cómo no?, el PP y Ciudadanos. El PSOE se abstuvo. Era la tercera vez que las Cortes rehusaban este reconocimiento, después de una moción presentada en el Senado en 2015 por la Entesa de Progrés y de otra moción presentada por ERC en marzo de 2011. Cada cual se alinea con quien quiere. Los soberanistas catalanes, al igual que los demócratas armenios, solo pueden optar por resistir contra el rampante autoritarismo que, a pesar de que se disfrace de democracia parlamentaria, mata el futuro.