1. Imaginar el futuro o perderlo. El futuro es un enigma que todo el mundo sueña. El dramaturgo checo Karel Čapek inventó la palabra robot en su obra de teatro, R.U.R. (1920), cuando describió la primera compañía del mundo productora de humanoides artificiales. Creados a nuestra imagen y semejanza, aunque sin sentimientos ni emociones. En 1909, el autor de Pasaje a la India, E.M. Forster, inventó para el cuento The Machine Stops una especie de Internet avant la lettre para que los humanos obligados a vivir bajo tierra se comunicaran. La corrupción política y la ineficiencia gubernamental figuraban a la novela Democracy (1880) de Henry Adams, el historiador, bisnieto de John Adams y nieto de John Quincy Adams, ambos presidentes de los EE. UU.

Otros muchos escritores han ofrecido visiones imaginarias de sociedades organizadas de forma opresiva y totalitaria. Un futuro terrible, opuesto a la utopía, por ejemplo, de vivir con sencillez en los bosques de Walden (1854), como reivindicaba Henry David Thoreau, un temprano defensor de la desobediencia civil para resistir a la injusticia. En el año 1904 se publicó en catalán la novela del 1888 La vida en 2000, del estadounidense Edward Bellamy. Era a la vez una denuncia del sistema capitalista y una defensa de la utopía colectivista que en la Cataluña de primeros de siglo XX solo anhelaba el mundo obrero, anarquista y espiritista. Decía Forster que “tenemos que estar dispuestos a soltar la vida que hemos planeado, para tener la vida que nos espera”. Dependerá de nosotros que el futuro sea mejor o peor, y, sobre todo, que no sea falso, si es que queremos evitar perder.

2. La nostalgia no es el futuro. Se ha repetido un montón a veces un aforismo del teólogo danés Søren Kierkegaard sobre que la vida solamente se puede entender mirando hacia atrás, pero que únicamente se puede vivir mirando hacia delante. Y es que, como también observaba el padre del existencialismo, el recuerdo es un traidor que te hiere en la espalda. Una cosa es actuar teniendo en cuenta el pasado y otra muy distinta es quedar paralizado por la nostalgia. La única nostalgia posible, como llevaba estampado en una camiseta el cartelista valenciano Josep Renau al volver del exilio, es la que nos podría causar la añoranza de un futuro que lamentamos no poder vivir. La política basada en la nostalgia aboca al extremismo. O a la minoría. Las acciones tienen que ser proporcionadas a la coyuntura. Un ejemplo. Los cortes de Meridiana Resisteix tenían un sentido en 2019 que ahora ja no tienen. La solidaridad del prójimo puede desaparecer de golpe si no se sabe parar a tiempo.

La única nostalgia posible, como llevaba estampado en una camiseta el cartelista valenciano Josep Renau al volver del exilio, es la que nos podría causar la añoranza de un futuro que lamentamos no poder vivir

La extrema derecha se alimenta de una idealización del pasado porque se aferra a las certezas para evitar el vértigo de la libertad. La nostalgia es reaccionaria. El independentismo no puede convertirse en un movimiento de nostálgicos. La Revolución de las sonrisas, que la historia recordará así, digan lo que digan los críticos, estaba dominada por la reivindicación del futuro. Cuando la represión ha restañado el proceso ascendente a porrazos, condenas de prisión y exilio, la tentación es abandonar. Algunos ya lo han hecho y acusan a los resistentes de mentirosos o de radicales. De utópicos. No se dan cuenta de que los nostálgicos son ellos porque momifican el presente encadenándolo al pasado. Los que añoran el ficticio oasis catalán de otros tiempos, cuando nos mentían a la cara de verdad, para criticar el 1-O tendrían que recordar que nada verdaderamente importante se obtiene gratis.

3. Gobierno de la tiranía o democracia. La plácida vida que concibió Bellamy para el 2000 se ha visto superada por la realidad. La utopía imaginada en el siglo XIX se ha disuelto en una realidad más tosca en un siglo XXI muy duro. Tengo escrito que la era de los extremos no se acabó, como prescribió Eric J. Hobsbawm, con la disolución de la URSS. El populismo se ha ido imponiendo por todas partes mientras que la crisis del liberalismo y la socialdemocracia se ha redoblado. Ahora se cumple un año del asalto trumpista al Capitolio, que es una acción tan icónica, pero en sentido contrario, como la frase “We the People of the United States...” que encabeza la constitución de los EE. UU. En el siglo XXI, los gobiernos no saben qué hacer con el pueblo. La multitud les molesta, como a los déspotas ilustrados, y la colaboración entre los gobiernos y la sociedad civil para aprobar políticas públicas es un eslogan bonito que no ha conseguido superar la forma coercitiva de ejercer el poder.

Hemos vuelto a la época de los administradores y los administrados, como se ha visto en la gestión de la pandemia y la presencia de militares en las ruedas de prensa. Han reaparecido los tics autoritarios de siempre. La decisión del gobierno neerlandés de reunir a 150 personas de varios sectores para intentar reducir las decisiones apresuradas debería ser norma en la UE. No lo será porque falta imaginación y valentía. Estoy seguro de que los portavoces del régimen del 78 se mofarán de la decisión de Carles Puigdemont de afiliarse en la comunidad Web 3. Ha abierto una cartera pública de Ethereum para impulsar el proyecto de República digital. Si estuviéramos hablando del clima o del feminismo, los que se burlarán del presidente firmarían los motivos que arguye para dar este paso: permitir a los ciudadanos participar activamente en la gobernación y facilitar que los gobiernos sirvan mejor a sus ciudadanos. Mientras el exiliado mira al futuro, el PSOE y Unidas Podemos incrementan el gasto militar en el presupuesto de 2022. Superará el de cualquier gobierno anterior y sus aliados se lo tragan. Cada cual elige. “El compromiso es lo que transforma una promesa en realidad”, proclamó Abraham Lincoln al decretar la emancipación de los esclavos. Comprometerse con un ideal es trabajar para que la utopía salte de los libros a la esfera pública. Intentarlo es cosa nuestra.