En agosto, nos guste o no, el aire respira vacaciones. Si nosotros no estamos todavía de vacaciones, lo están los vecinos y las tiendas del barrio. Todo funciona a medio gas en la gran ciudad y, en cambio, los que trabajan a destajo son los destinos turísticos. Todas las vacaciones están pensadas para descansar y desconectar, pero no todas tienen el mismo aroma.

Quizás sois de los que cada verano vais siempre al mismo sitio. En mi casa, desde que era pequeña, las vacaciones significaban volver al pueblo, un pequeño pueblo del interior, en Lleida, de estos pueblos que ahora se han puesto de moda porque la gente cultiva árboles frutales. Pueblos donde en verano se trabaja mucho porque es tiempo de recoger fruta, aunque, este año, las heladas a destiempo y una última granizada en junio han estropeado la cosecha. Mis padres se hicieron una casa con el esfuerzo de años de ahorros, para estar cerca de la familia. La vida va y viene, y lo que era el refugio de todas las fiestas y vacaciones anuales, ahora sólo se abre una vez al año, con ocasión del verano. En verano uno se apaña con poco, y mientras podamos abrir delante y detrás, el aire corre y circula. De día, hacía mucho calor, pero de noche, la brisa refrescaba el ambiente e, incluso, dormíamos con sábana. Las noches frescas nos permitían pasar ratos largos buscando lágrimas de San Lorenzo por el cielo. Allí mi padre me enseñó a reconocer la Osa Mayor y la Osa Menor, a hacer un esqueje de rosal y a diferenciar una azada de un rastrillo. Yo no puedo reclamar ser de campo, pero soy portadora de los genes de muchas generaciones de campesinos, y tengo familia que se dedica a ello.

Las vacaciones, un bienestar temporal que alimenta el deseo de novedades y libertad que sentimos el resto del año, esperando para empezar unas nuevas vacaciones al año siguiente

Volver al pueblo tiene algo de ancestral y mucho de volver a la zona de confort. Ir a la casa donde has pasado los veranos toda la vida es una especie de ritual, que he perpetuado con mis hijos. Hemos pasado muchos ratos muertos jugando a cartas y al parchís, y olvidando pantallas; cocinando con un buen aceite de oliva y los utensilios de cocina que mi madre había utilizado siempre. Cocinar con cazuelas de barro no es tan fácil como parece, pero siempre hay cuchillos bien afilados y, si rebusco por los cajones, puedo encontrar un hervidor de leche, una pieza plana de vidrio que se colocaba en el fondo del cazo donde se hervía la leche, para evitar que rebosara. En las piscinas públicas, te reencuentras a gente conocida y viejas amistades que van haciendo camino por la vida como nosotros, añadiendo alguna arruga de más año tras año. Es como mirarte en un espejo invertido, y hay una cierta comodidad en encontrarlo todo en su lugar y con pocos cambios, aunque el tiempo va pasando. Ciertamente, los parientes mayores nos dejan y van haciendo sitio a la gente joven. Los hijos pasan de jugar a carreras de caracoles a salir de fiesta por la noche, y cuando ya hacen su vida, la casa todavía está abierta de par en par, pero las habitaciones están vacías, las bicis cogen polvo bajo el plástico que las cubre, las cartas buscan a alguien que las corte, y tienes que comprar menos coca de recapte, porque ya no tienes a quien se la acabe cuando la pones en medio de la mesa...

Pero quizás no sois de este grupo de veraneantes, sino que sois de los que cada año buscáis una aventura nueva, sea montaña, ciudad o playa. Tampoco hace falta que esté muy lejos, pero sí que vayáis recorriendo territorio. Cuando los niños son pequeños, las distancias suelen ser cortas; los arroyos, con poca agua, y las playas, poco hondas. Quizás sois de camping y tienda de campaña, hacéis amigos en cada parada y conocéis las mejores piscinas y ríos para bañaros. Cuando los niños se van haciendo más mayores, probablemente huís del terreno conocido, y os vais a buscar otras tierras, más frías y húmedas, o de arena más ardiente, ¡hay tanto país y tantos países por recorrer! Y poco a poco, las prioridades también cambian, porque todos vamos cambiando y todos acabamos cayendo en nuevas rutinas que vamos creando. Nos gusta estar con amigos, y socializar, y si no tenemos cerca los amigos de cuando éramos jóvenes o del lugar donde vivimos, pues hacemos nuevos allí donde hacemos estancia, amigos con los que compartimos el lugar o lugares de vacaciones. Amigos para ir a caminar por los centros antiguos de ciudades perdidas, amigos para ir a visitar playas paradisiacas y avistar nuevos horizontes, amigos para ir a cenar, con una buena comida y bebida refrescante... ¿a quién no le gusta compartir historias vividas en un lugar diferente?

Las vacaciones son también eso, un poco de fantasía y una pizca de libertad, ir lejos de lo que nos dicta nuestro trabajo diario y reencontrarse, formar nuevas imágenes en la retina que, para no olvidarlas, antes las imprimíamos en papel y ahora las colgamos en Instagram o las enviamos por Whatsapp. Las vacaciones, un bienestar temporal que alimenta el deseo de novedades y libertad que sentimos el resto del año, esperando para empezar unas nuevas vacaciones al año siguiente.

Y así, de vacaciones en vacaciones, vamos llenando de imágenes, canciones y fotos el álbum de nuestra vida. Los recuerdos no son más que los mensajeros del pasado que nos hacen recordar todo lo que hemos vivido y todavía no lo hemos olvidado del todo. Tiempo de vacaciones.