Un partido político puede hablar o dejar de hablar de lo que quiera. Un gobierno, en cambio, está atado por las obligaciones propias de sus funciones y por los compromisos suscritos por la institución que representa. Así, por ejemplo, el gobierno español no tiene, entre sus legítimas opciones, la de negarse a hablar de autodeterminación. Por tres razones, como mínimo.

La primera, porque así se lo piden más de 2 millones de ciudadanos catalanes con DNI español y unos cuantos millones de personas más si contamos a los votantes del resto de partidos del Estado que, de una u otra manera, defienden la necesidad de resolver vía referéndum las demandas independentistas. Si, además, añadimos el hecho de que los partidarios de ejercer el derecho a la autodeterminación han obtenido mayorías sucesivas en las elecciones en el Parlament de Catalunya, la posibilidad de, como mínimo, sentarse y hablar se convierte en una obligación.

La segunda razón apela directamente al sentido común democrático. "Si tú no quieres ser parte de una familia y decides irte y no puedes irte porque no encuentras la puerta para hacerlo, no estarás muy contento si te obligan a quedarte", explicaba el actual ministro de Exteriores español en una televisión francesa refiriéndose al Brexit. Los estados, igual que las organizaciones supraestatales, son construcciones jurídicas creadas, no por ningún dios, sino por personas de carne y hueso y son, por lo tanto, susceptibles de ser modificadas o eliminadas. Sólo hay que asegurarse, eso sí, de que esta evolución es fruto de la voluntad democrática y no, como tantas veces a lo largo de la historia, de la ley del más fuerte. Un sentido común, este que utiliza el ministro, que también hay que utilizar a la hora de identificar al sujeto que puede ejercer este derecho y que, lejos de complicados debates historicistas, lo reconoceremos a partir de la voluntad, manifestada a lo largo del tiempo, de convertirse en este sujeto. Hacer lo contrario, tal como también acertadamente nos advierte el ministro, es obligar a alguien a formar parte de un club al cual no quiere pertenecer. Y eso, nos lo miremos como nos lo miremos, es un error a evitar.

Los estados son construcciones jurídicas creadas por personas de carne y hueso y son, por lo tanto, susceptibles de ser modificadas o eliminadas

Por último, hay una razón de carácter más estrictamente jurídico. El año 1977 el Reino de España suscribió el pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas. Un texto de 1966 que en su artículo primero dice textualmente: "Todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación" y que "los estados parte en este Pacto, incluyendo aquellos que tienen responsabilidad de administrar territorios no autónomos, y territorios en fideicomiso, tienen que promover el ejercicio del derecho a la autodeterminación y tienen que respetar este derecho de acuerdo con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas". Más claro, agua. Ni circunscribe este derecho a los dominios coloniales ni exime de su observación a ningún estado del mundo. Es razonable, por lo tanto, afirmar que, en virtud de este compromiso, ningún gobierno puede negarse a hablar de autodeterminación. Puede, en todo caso, proponer condiciones y requisitos en el ejercicio de este derecho, como la existencia de determinadas mayorías, de una participación mínima, de unos plazos más o menos largos o de la necesidad de unas condiciones de salida pactadas (para evitar líos como el del Brexit). Puede, incluso, prever una modificación de la constitución previa o posterior al referéndum, si así lo creen necesario.

Pero no puede de ninguna manera, por respecto a la gente que así lo pide, por sentido común democrático y porque así se lo exigen los compromisos internacionales adquiridos, negarse a hablar del derecho a la autodeterminación. Por eso el gobierno catalán hace muy bien en insistir en la necesidad de dialogar y en hacerlo con este derecho sobre la mesa.

 

Adam Majó es el director de la Oficina per a la Defensa dels Drets Civils i Polítics