Una de las frases más celebradas del president Tarradellas es aquella que dicta que en política se puede hacer cualquier cosa menos el ridículo. No sé —pero no confío— si Ada Colau es muy conocedora de la biografía del president exiliado. Josep Tarradellas, como figura política, presenta bastantes claroscuros y puede ser criticado por unas cuantas cosas, pero supo mantener, en todo momento, su dignidad personal y también la dignidad de la presidencia de la Generalitat, a pesar de las duras circunstancias. Tarradellas aguantó estoicamente muchos años en el exilio francés. Con escasos recursos y, hay que decir, en bastante soledad. No desesperó y finalmente una carambola de la historia, que seguro que él no había ni siquiera imaginado, le regaló la oportunidad soñada.

El caso de Colau es el contrario. Después de años de crítica muy agresiva, belicosa, contra las instituciones, como activista antidesahucios, llegó a la alcaldía exhibiendo la superioridad moral sobre el resto del mundo que cierta izquierda cree que posee. Ella encarnaba al pueblo y, el resto, eran la casta. Cumplió un primer mandato y después pudo seguir durante cuatro años más gracias al voto del PSC y del nefasto Manuel Valls. No tuvo bastante y pidió a los militantes de Barcelona en Comú que la autorizaran a volver a presentarse por tercera vez (el partido tiene limitados los mandatos en dos, ocho años). He ahí, pero, que ella ambicionaba hacer doce como mínimo.

La última contorsión, que ralla los límites del escrúpulo intelectual y ético, es la de esta semana, consistente en intentar embaucar al PSC y, sobre todo a ERC, ofreciéndoles trocear la alcaldía en tres partes

Cuando se inició la carrera hacia las elecciones municipales de mayo, Colau, con astucia, compró enseguida el planteamiento de Xavier Trias: o Colau o yo. Creía Colau que le iba bien reducir la lucha a una cosa de dos. Un duelo. De hecho, llegó a creerse que ganaría, como algunas encuestas apuntaban. Calculaba, además, que si quedaba segunda por detrás de Jaume Collboni, ella seguiría cortando el bacalao, ya que el pacto entre socialistas y comunes estaría cantado. Pero el 28 de mayo llegó el gran disgusto. No es que perdiera, es que quedó tercera, por detrás de Trias y de Collboni. Eso le complicaba muchísimo las cosas. Entonces se agarró al recuento, con la esperanza de pasar por delante de Collboni, del cual la separaban un puñadito de votos. Pero el recuento dejó las cosas exactamente como estaban. No cambió nada, como tampoco lo hizo el recurso que Barcelona en Comú presentó delante la Junta Electoral de Barcelona para intentar ganar ciento cincuenta votos vitales. La Junta descartó la reclamación y ratificó los números existentes. Esta flauta tampoco sonó.

Mientras tanto, esta servidora altruista y sacrificada de los vecinos y las vecinas, de los barceloneses y las barcelonesas, de la gente, insistía enérgicamente en que hacía falta que las fuerzas "progresistas" —o sea, de izquierdas— pactaran y se constituyera un gobierno municipal entre socialistas, comuns y ERC. Enseguida quedó claro que los republicanos, muy tocados por unos resultados pésimos en las elecciones, no estaban muy por la labor.

Pero ella no abandonó su afán. La última contorsión, que ralla los límites del escrúpulo intelectual y ético, es la de esta semana, consistente en intentar embaucar el PSC y, sobre todo ERC, ofreciéndoles trocear la alcaldía en tres partes. Según este esquema, Ernest Maragall sería alcalde durante un año. Después, lo sería ella, un año y medio. Y finalmente, le tocaría el turno a Collboni, el restante año y medio. Oferta tres por uno. ¡Me los quitan de las manos! El esperpento es de traca. El mensaje, también claro: cualquier cosa para poder seguir mandando, agarrada a la poltrona, pisando alfombra. ¿Dónde queda la superioridad moral? ¿Y la dignidad tarradelliana? Lo peor de todo, sin duda, es oír a la alcaldesa en funciones explicar, con su tono de maestra de primaria y fingiendo un convencimiento total, que este engendro, esta cafrada, es la mejor fórmula para conducir Barcelona a buen puerto. Una ocurrencia fenomenal. Ni el PSC ni ERC, claro, se han sumado. Hay determinadas supercherías que son incomibles.