A las elecciones siguen los pactos para formar los gobiernos. Fuera de las cada vez más infrecuentes —a pesar del perverso sistema proporcional español— mayorías absolutas, tocan gobiernos de coalición, sea conformando dos o más partidos los ejecutivos o bien obteniendo los apoyos permanentes o puntuales más mayoritarios desde las asambleas. Eso vale para cualquier tipo de gobierno a cualquier nivel politicoinstitucional.

La esfera municipal, después del 28-M, nos ofrece ejemplos bien notables por todo el territorio, tanto para ayuntamientos pequeños como para medianos o grandes. Las coaliciones son, por norma general, buenas, porque incentivan pactar programas de gobierno encontrando puntos en común entre los pactantes. La base del pacto es un antagonismo no radical que permita, cediendo en puntos del programa propio, llegar a un consenso con los otros negociadores, quien, a su vez, tienen que hacer lo mismo. La teoría es fácil y conocida. La práctica resulta menos lineal y más complicada.

Sin embargo, como todo en la vida, tiene límites. No me refiero a problemas de conciencia supuestos o reales —que son o tendrían que ser sumamente excepcionales—, sino a claras incompatibilidades radicales, que, si los elementos a coligar fueran como agua y aceite, la mezcla resulta imposible.

Uno de estos límites infranqueables en el pacto partidista es —o lo tendría que ser— la base liberal y democrática que todavía está vigente entre nosotros. Esta base liberal y democrática se fundamenta en el estado de derecho, la primacía de la ley como expresión de la voluntad popular, la separación de poderes, la responsabilidad de los poderes públicos y considerar a todos los seres humanos iguales en dignidad y derechos. O dicho con otras palabras: una sociedad que no discrimina ni por género, ni por el origen ni por apariencias físicas, ofrece igualdad de oportunidades reales, sin privilegios, es una sociedad democrática, no perfecta —nada lo es— pero que se esfuerza en avanzar cada día en esta dirección.

Constituimos, sobra decirlo, una sociedad muy imperfecta, constituimos una sociedad no solo repleta de crueles desigualdades, muchas veces reaccionariamente fomentadas, pero todavía nos queda lo que a todo demócrata le tiene que quedar: vergüenza, conciencia y ponerse en el lugar del otro

Por el contrario, hay gentes que son profunda y expresamente discriminatorias: no creen ni en la igualdad, ni en la dignidad de las personas y creen que pueden disponer de su destino y de sus proyectos vitales en función de accidentes tales como el género, el lugar de nacimiento, el color de piel y otros avatares que nos suministra sin ni haberlo pedido ni ganado ni perdido la propia naturaleza. El hecho de haber nacido en Barcelona, hombre, blanco y con posibilidades que permitan el esfuerzo de obtener una cierta posición y bienestar es un hecho puramente accidental. En la misma lotería de la vida, me podía haber tocado nacer donde nace el 75% de la humanidad y, en consecuencia, ser uno más de la prole de los desafortunados desde el principio. Puro y duro azar.

Así, con quien cree que el azar es fuente de derechos inalienables y hace superior, los que han tenido literalmente mala suerte —que son la inmensa mayoría de la humanidad— no hay punto de convergencia —perdón por la palabra— posible. Son antidemocráticos, hasta tal punto que si ganaran —como la evidencia empírica histórica demuestra y los hechos contemporáneos ratifican—, su programa político es desmontar la sociedad demoliberal. Con esta finalidad le hacen perder sus inconfundibles rasgos genéticos de democracia social, que tienden a un cierto equilibrio entre los diferentes individuos y grupos que conforman la sociedad. Este propósito, en parte ya en marcha, genera una nueva clase social: la de los marginados sin apenas derechos, casi hasta llegar al nivel de las no personas. Los marginados son todos los que no son como nosotros, el grupo dominante. Para conseguir esta finalidad y disfrutar de un ejército de zombis sociales, lo primero de todo, antes de promulgar leyes —que se promulgan, como privar de la enseñanza o de la sanidad a los recién llegados o negar la violencia machista—, hay que demonizar al diferente, a quien se pinta como un invasor, invasor que, por si faltara picante en el guiso, es fruto de una conjura extranjera innominada, en la cual las élites de nuestra casa tienen un papel preponderante.

Esta estupidez, abonada con todo tipo de mentiras sin freno, se implican en los últimos tiempos sin prestar atención gentes e instituciones, púbicas y privadas, que nunca hubiéramos osado pensar que abrazarían estos peligrosísimos embustes.

Constituimos, sobra decirlo, una sociedad muy imperfecta, constituimos una sociedad no solo repleta de crueles desigualdades, muchas veces reaccionariamente fomentadas, pero todavía nos queda lo que a todo demócrata le tiene que quedar: vergüenza, conciencia y ponerse en el lugar del otro. Con quien no comparte sino que combate con ferocidad estos minima minimorum no se puede ir ni a la esquina.

Y, por cierto, si en Ripoll en lugar de haber ganado relativamente un partido de extrema derecha e independentista —¡qué futuro nos esperaría si ganaran de verdad!—, hubiera ganado Vox, ¿los inefables también defenderían que tiene que gobernar la lista más votada?