He seguido con interés la denuncia pública que la concejala de la CUP Maria Rovira presentó hace unos días de una agresión sexual que sufrió a primeros de septiembre. Hay temas que convocan tanta frustración social que es díficil tratarlos sin salir malparado. Quizás por eso, más allá de las bromitas sobre la corpulencia del policía que atendió a la concejala cuando todavía estaba en shock, nadie ha cuestionado el tono y las formas de su denuncia.

Leyendo las declaraciones de Rovira y los artículos autoinculpatorios de algunos hombres no dejo de pensar en la frialdad que Aznar demostró cuando sufrió el atentado de ETA. Aznar, que fue el dirigente más implacable que ha tenido España con el terrorismo vasco, reaccionó con elegancia y contención cuando ETA intentó matarlo. No recuerdo que intentara convertir a todos los vascos en culpables de lo que le había pasado, ni siquiera a todos los nacionalistas no españoles, y eso que ganas no debieron faltarle.

Hablo de ETA porque los debates sobre las relaciones entre hombres y mujeres también se han convertido en un campo minado y cada día resulta más difícil de salir indemne, pero podría poner a Jordi Pujol de ejemplo y las torturas que sufrió en manos de la policía. Aunque sufrir una agresión sexual debe ser una experiencia horripilante, la primera obligación de un político es mantener la calma y la serenidad. Un político no puede permitir, de ninguna manera, que sus miedos se contagien a la gente.

A diferencia de los articulistas, los políticos no tienen que tratar los problemas generales como si fueran personales. Cada oficio tiene sus dificultades y el político tiene que saber hacer abstracción de sus fobias, y no hablar nunca desde la herida. Cuando convertimos un problema en un asunto personal perdemos el sentido de la proporción y acabamos haciendo demagogia o literatura. A la indignación y la sobrevaloración de nuestra experiencia nos puede ayudar a comprometerse con una causa y a vivirla más intensamente, pero normalmente no nos ayuda a tratarla con más inteligencia.

Un político puede utilizar una historia personal para tratar de concienciar a la sociedad sobre una injusticia determinada. Pero hay una línea muy fina entre dar ejemplo y actuar como un pirómano. Hay una línea muy fina entre trabajar para solucionar un problema y trabajar para poder vivir de él toda la vida. A estas alturas, el conflicto entre Catalunya y España ya nos tendría que haber enseñado que la demonización del otro y la dramatización de una injusticia no ayuda a resolver los problemas, sino más bien todo lo contrario.

Tratar a los hombres como si fueran agresores potenciales y hablar de la noche barcelonesa como si nada hubiera cambiado desde 1970 es tan ridículo como insistir en que España es un país poco democrático o autoritario. A veces, las víctimas de la historia quedan ancladas en un resentimiento antiguo y su peor enemigo es la mezcla de rabia y miedo que despiertan sus fantasmas cuando la libertad está más al alcance.

Mientras seguía el caso de Rovira no dejaba de pensar en algunos políticos y juristas catalanes que parecen tener más interés en demostrar que la idea que se han hecho de España es la correcta, que en resolver el conflicto político con sentido común y determinación. Estaría bien que las nuevas feministas vigilaran de no quedar atrapadas en las viejas profecías, cuando hablan de los hombres. Claro que toda la política española está enferma de historias mal digeridas, y el clima general ayuda mucho a caer en la tentación del psicodrama.

Yo iba siguiendo el caso de Rovira y pensaba: "En el fondo el problema de la política española es que nadie quiere pasar página".